Se había pasado la noche en vela abrazando el vacío que dejó la única mujer que amó de verdad en toda su desgraciada vida. Ese lunes se levantó temprano a trabajar… no había mucho ánimo. ¿Cómo iba a tener intenciones si quiera de levantarse si su único aliciente para ser una mejor persona lo había abandonado por otro hombre? Ok, el otro tenía una mejor situación económica, un trabajo estable y bien remunerado, casa propia, auto y todas las comodidades que él no le podía ofrecer. "Yo sólo soy un auxiliar en la oficina", trataba de consolarse. Así el romanticismo se convertía en pragmatismo y sólo de esta forma se podía explicar esta tragedia de forma menos dolorosa, de forma lógica.
Esa mañana hacía muchísimo frío. Se puso una toalla en la cintura, unas zapatillas viejas y tomó un par de calzoncillos limpios y nuevamente miró hacia su cama. La amargura se apuró en envenenarlo una vez más porque aún parece estar marcada en las sábanas la silueta de la mujer que lo abandonó hace un tiempo atrás. No pudo soportar la tristeza matutina y se sentó sobre su cama, apoyó sus codos sobre las rodillas, puso sus manos alrededor de su cara como tratando de arrancarse la piel y lloró inconsolablemente por varios minutos, lloró por su presencia invisible, lloró por su voz muda y lloró porque su aroma se había perdido para siempre. Definitivamente aún no puede superar ese abandono.
Se dirigió apesadumbrado al baño mientras sus lágrimas brotaban con descontrol para dar contra el suelo, abrió el agua de la ducha y esperó que el agua se calentara, metió su delgado y triste cuerpo a la tina y esperó estérilmente que el agua se llevara su desdicha. Echó champú en su cabello y lo frotó suavemente, muy suavemente, ya hace un tiempo que la alopecia se había apoderado de su cabeza y más de medio centenar de cabellos quedaban en sus manos cada vez que se daba un baño.
Los eventos normales se transforman en crueldades del destino cuando el pesimismo posee a un ser humano. No pasaron más de cinco minutos y se cortó el gas. Ramiro no podía creer que le ocurriera. Su frágil cuerpo se quebrantaba y las gélidas gotas de agua parecían agujas enterrándose en su piel. Salió de la tina en cuanto hubo sacado toda la espuma de su cuerpo. Se recriminó por no haber pagado la cuenta, pero ¿quién puede estar preocupado de los gastos cuando el alma está sangrando?
Había pasado casi todo el fin de semana acostado, casi sin comer, solo, triste, queriendo morir, pidiéndole a su dios que lo llevara a su reino de forma indolora e inconciente. Pero su dios no era tan benevolente y quería que sufriera. Miró su rostro en el espejo y una oscura e incipiente barba demacraba su rostro. No puedo presentarme a trabajar así, pensó. Y en realidad tenía razón. Su jefe era un ser despreciable, un desalmado. Cada vez que lo veía lo humillaba, le gritaba en frente de todos. No le importaba que Ramiro estuviese pasando por una depresión, es más, prefería despedirlo antes que soportar verle la cara otro día más. Tenía que afeitarse si no quería estar peor. Su mala estrella continuaba; se dio cuenta que el tubo de su crema de afeitar tenía sólo aire y las hojas de su máquina de afeitar tenían menos filo que una cuchara. Aún así lo intentó, pero no hubo caso. Agua fría, sin espuma y hojas sin filo… mala mezcla.
La tristeza comenzó a convertirse en furia y mirando su reflejo mal afeitado golpeó con su mano el espejo y una mancha de sangre quedó grabada en el espejo. Miró su mano y varias astillas de vidrio estaban incrustadas en su carne. Al levantar su mirada vio que su rostro no tenía facciones, sólo era un óvalo de piel sin ojos, nariz ni boca. La impresión lo empujó hacia atrás y cayó tocando su rostro, pero todo se sentía normal. Cuando quiso mirarse nuevamente en el espejo vio como cientos de insectos y alimañas salían de la rotura del cristal. Corrió desnudo preso de la locura, las paredes de su casa se torcían como queriendo atraparlo, entró a su habitación y todo estaba en extraña calma, tomó su cinturón, un pantalón y salió de su pieza… lento… temeroso... y nada… todo calmo, todo normal.
Ramiro… Ramiro… Ramiro…, se esuchó en toda la casa, no era voz de hombre ni de mujer. Las puertas se abrieron con fuerza una y otra vez, las sombras se convirtieron en siluetas y comenzaron a acercarse al perturbado hombre.
Ramiro tomó su cinturón, lo colgó del marco de la puerta de su habitación y lo amarró firmemente a su cuello con la intención de terminar con su vida. Cuando maldecía a su insensible dios, sintió dos mordeduras en su mal afeitado rostro, la lógica lo abandonó por completo cuando se percató que su cinturón se había convertido en una venenosa cobra. Trató de sacudírsela del cuello pero no pudo y la serpiente desencajó sus mandíbulas para engullirle la cabeza. Ramiro corría por su hogar desnudo, esquivando las sombras que lo acechaban y tropezándose con todo. La desesperación y la demencia le hicieron perder todo indicio de pudor y corrió desnudo hacia la calle, pero ya no había calle, sólo un negro mar furioso tratando de tragárselo. Una ola sobre otra tratando de sofocar la vida del hombre, una ola tras otra tratando de arrebatarle el alma… Desesperación… dolor… miedo… agonía… maldito dios, ¿por qué ríes de mi desgracia?… maldita vida…
Ramiro despertó y se incorporó rápidamente. Aún la adrenalina corría por su cuerpo. Comenzó a ladrar furiosamente, ladraba a las sombras, al viento, incluso hasta a su cola.
Está bien, Ramiro es un perro, pero aún así a ningún perro le gusta soñar que es humano, a ninguno le gusta tener pesadillas. Ni a nosotros. ¿Cierto?
Esa mañana hacía muchísimo frío. Se puso una toalla en la cintura, unas zapatillas viejas y tomó un par de calzoncillos limpios y nuevamente miró hacia su cama. La amargura se apuró en envenenarlo una vez más porque aún parece estar marcada en las sábanas la silueta de la mujer que lo abandonó hace un tiempo atrás. No pudo soportar la tristeza matutina y se sentó sobre su cama, apoyó sus codos sobre las rodillas, puso sus manos alrededor de su cara como tratando de arrancarse la piel y lloró inconsolablemente por varios minutos, lloró por su presencia invisible, lloró por su voz muda y lloró porque su aroma se había perdido para siempre. Definitivamente aún no puede superar ese abandono.
Se dirigió apesadumbrado al baño mientras sus lágrimas brotaban con descontrol para dar contra el suelo, abrió el agua de la ducha y esperó que el agua se calentara, metió su delgado y triste cuerpo a la tina y esperó estérilmente que el agua se llevara su desdicha. Echó champú en su cabello y lo frotó suavemente, muy suavemente, ya hace un tiempo que la alopecia se había apoderado de su cabeza y más de medio centenar de cabellos quedaban en sus manos cada vez que se daba un baño.
Los eventos normales se transforman en crueldades del destino cuando el pesimismo posee a un ser humano. No pasaron más de cinco minutos y se cortó el gas. Ramiro no podía creer que le ocurriera. Su frágil cuerpo se quebrantaba y las gélidas gotas de agua parecían agujas enterrándose en su piel. Salió de la tina en cuanto hubo sacado toda la espuma de su cuerpo. Se recriminó por no haber pagado la cuenta, pero ¿quién puede estar preocupado de los gastos cuando el alma está sangrando?
Había pasado casi todo el fin de semana acostado, casi sin comer, solo, triste, queriendo morir, pidiéndole a su dios que lo llevara a su reino de forma indolora e inconciente. Pero su dios no era tan benevolente y quería que sufriera. Miró su rostro en el espejo y una oscura e incipiente barba demacraba su rostro. No puedo presentarme a trabajar así, pensó. Y en realidad tenía razón. Su jefe era un ser despreciable, un desalmado. Cada vez que lo veía lo humillaba, le gritaba en frente de todos. No le importaba que Ramiro estuviese pasando por una depresión, es más, prefería despedirlo antes que soportar verle la cara otro día más. Tenía que afeitarse si no quería estar peor. Su mala estrella continuaba; se dio cuenta que el tubo de su crema de afeitar tenía sólo aire y las hojas de su máquina de afeitar tenían menos filo que una cuchara. Aún así lo intentó, pero no hubo caso. Agua fría, sin espuma y hojas sin filo… mala mezcla.
La tristeza comenzó a convertirse en furia y mirando su reflejo mal afeitado golpeó con su mano el espejo y una mancha de sangre quedó grabada en el espejo. Miró su mano y varias astillas de vidrio estaban incrustadas en su carne. Al levantar su mirada vio que su rostro no tenía facciones, sólo era un óvalo de piel sin ojos, nariz ni boca. La impresión lo empujó hacia atrás y cayó tocando su rostro, pero todo se sentía normal. Cuando quiso mirarse nuevamente en el espejo vio como cientos de insectos y alimañas salían de la rotura del cristal. Corrió desnudo preso de la locura, las paredes de su casa se torcían como queriendo atraparlo, entró a su habitación y todo estaba en extraña calma, tomó su cinturón, un pantalón y salió de su pieza… lento… temeroso... y nada… todo calmo, todo normal.
Ramiro… Ramiro… Ramiro…, se esuchó en toda la casa, no era voz de hombre ni de mujer. Las puertas se abrieron con fuerza una y otra vez, las sombras se convirtieron en siluetas y comenzaron a acercarse al perturbado hombre.
Ramiro tomó su cinturón, lo colgó del marco de la puerta de su habitación y lo amarró firmemente a su cuello con la intención de terminar con su vida. Cuando maldecía a su insensible dios, sintió dos mordeduras en su mal afeitado rostro, la lógica lo abandonó por completo cuando se percató que su cinturón se había convertido en una venenosa cobra. Trató de sacudírsela del cuello pero no pudo y la serpiente desencajó sus mandíbulas para engullirle la cabeza. Ramiro corría por su hogar desnudo, esquivando las sombras que lo acechaban y tropezándose con todo. La desesperación y la demencia le hicieron perder todo indicio de pudor y corrió desnudo hacia la calle, pero ya no había calle, sólo un negro mar furioso tratando de tragárselo. Una ola sobre otra tratando de sofocar la vida del hombre, una ola tras otra tratando de arrebatarle el alma… Desesperación… dolor… miedo… agonía… maldito dios, ¿por qué ríes de mi desgracia?… maldita vida…
Ramiro despertó y se incorporó rápidamente. Aún la adrenalina corría por su cuerpo. Comenzó a ladrar furiosamente, ladraba a las sombras, al viento, incluso hasta a su cola.
Está bien, Ramiro es un perro, pero aún así a ningún perro le gusta soñar que es humano, a ninguno le gusta tener pesadillas. Ni a nosotros. ¿Cierto?