Con la mirada perdida pensaba en los miles de eventos que esculpieron poco a poco lo que ella llamaba su vida. Por las noches se acompañaba de oscuros y melancólicos pensamientos culpándose y culpando a otros por su realidad actual. Sus sábanas hedían a tristezas y frustraciones, estaban friccionadas y desgastadas de tanto dolor y angustias. Ya hace tiempo que no las cambiaba ¿Para qué disfrazar su triste realidad? ¿Para qué evadir sus amarguras enfundadas en perfume de detergente y suavizante? ¿Para qué sentir limpieza si toda su vida estaba inmunda?
Las noches eran eternas y cada tic tac del segundero eran interminables sentencias de insomnio y cuestionamientos. Y así, con un amargo sabor en la boca, al fin se dormía, rendida de cansancio para nuevamente enfrentar los demonios oníricos que la acechaban incluso durante el día. Cansancio y tristeza eran el común denominador de sus despertares. Le esperaba nuevamente el trabajo rutinario, tedioso y, a pesar de las tantas personas que trabajaban junto a ella, solitario.
Siempre sola, siempre triste, con su rostro mal agestado y carente de gracia, con su fealdad a cuestas, acomplejada por el tamaño de sus senos, su trasero caído y fofo, acomplejada por la cantidad de vello facial, acomplejada por su trabajo, por su vida, por su tristeza, rumiando una escasa ración de comida en un restorán de cuarto enjuague, sintiendo deseos de estar con alguien, de hablar sobre algo, lo que fuera. O simplemente callar y contemplar un rostro empático, tan horrible, desagradable y amargado como el suyo. Pero no, sólo tiene delante de ella un plato a medio comer y frío y el constante pensamiento de que, en sus noches y sus días, todo seguirá igual.