jueves, 27 de marzo de 2008

Cuestión de fe


La noche está bastante agradable. Prendo un cigarrillo, busco en mi desorden algunas botellas de cerveza. Casi todas están inmundas. Impresentables. Me da una lata enorme entregárselas a la desaliñada niña que atiende en la botillería, pero me da más lata lavarlas. Necesito tres, pero sólo hay dos que están decentes. Me agacho para recogerlas del suelo con el pucho en la boca, el humo comienza a entrar a mis ojos, siempre me pasa lo mismo, cuando juego pool, cuando me lavo las manos, cuando recojo los envases de cerveza, en fin, cada vez que mantengo un cigarro prendido en mi boca por más de un minuto. Siempre me he preguntado cómo lo hacen los maestros chasquillas, esos de los puchos eternos que no se lo sacan nunca de la boca, a lo Don Chuma o Slash de los Guns’n Roses. Es como si fueran siameses híbridos.
El humo me hace mierda los ojos mientras intento sacar las botellas que están muy apretadas entre si. Me da la hueá y tiro al maldito al lavamanos. A la mierda, pienso.
Dejo los sucios envases encima de la mesita de la cocina para revisar si tengo las llaves y ver cuánta plata tengo en los bolsillos.
Salgo por la gruesa puerta de madera y prendo otro cigarro, esta vez lo voy a disfrutar de verdad. Camino pensando en todo y nada a la vez, generalmente pienso en lo mal que me hace el cigarro y me hago la propuesta que me he hecho una infinidad de veces. Esta es la última cajetilla que compro.
El trayecto: cuatro cuadras de reflexiones, dos de ida, dos de vuelta. Cuando paso por la pequeña iglesia, que está en medio del camino, veo una frágil anciana frente a la imagen de alguna virgen o un santo –nunca me he fijado bien qué es. La mira, le habla. Su cuerpo es enjuto, sus pequeñas y débiles pantorrillas presentan complejas várices. Tiene una falda que probablemente estuvo de moda en los albores de los noventa, un chaleco –que parece haber sido tejida por ella misma- del mismo color de la falda y le llega más abajo del culo. Su pelo es canoso, corto y ondulado.
Paso por detrás de ella y siento una mezcla de lástima y furia. Lástima por que quizás algún problema la aqueja, algún familiar enfermo, nietos con problemas de droga, vaya a saber uno. Furia por lo que representa ese cuadro. La súplica a una efigie de yeso mal proporcionada y pintada sin oficio ¿Qué pretende con eso? Vaya a saberlo ella.
Cruzo la pequeña calle que separa la iglesia de la botillería y ahí está la desaliñada niña que siempre está detrás del mesón. La botillería y ella es como el maestro chasquilla con su pucho, pienso.
- Quiero tres Royal- dije pensando en la abuelita.
- ¿Vas a dejar por un envase?- Me preguntó, mientras seguía pensando en la abuelita.
- Si. Le respondí, preguntándome si, cuando pasara por fuera de la capilla, la viejecilla estaría allí.
- Son trescientos por el envase.
- Oka- repliqué pensando en qué hace una anciana a esta hora, sola y hablándole a un trozo de yeso
- Las de atrás están más heladitas- me dice. No respondo, estoy pensando en la abuela.
Pongo las cervezas sobre el mesón saco la plata de mi bolsillo. Cuento las monedas para deshacerme de algunas. Rompen los bolsillos y me carga usar monederos.
- ¿Eso es todo? Me pregunta sin mirar.
- Eeehmmm, no, dame un Kent 1 - Ahí se fue a la mierda eso de la última cajetilla. – Ah, y un Bigtime.
- Son cuatro mil seiscientos.
Voy a tratar de tomar menos, sino voy a quedar en la ruina, reflexiono mientras pago. Tomo las cervezas, guardo los cigarros, los chicles y salgo apurado para ver si la añosa mujer todavía está despilfarrando tiempo y palabras.
Cruzo raudo por el desgastado paso peatonal. Miro de reojo hacia mi izquierda y sí. Ahí está la mujer en la misma posición, como otra estatua.
Paso nuevamente detrás de ella pensando en qué diablos me importa a mi lo que haga la gente. En qué pueden influir en mi vida sus rituales o sus tradiciones religiosas.
La inconsecuencia me invade muchas veces y esta no es la excepción. Me devuelvo decidido y subo trotando las escalinatas de concreto que llevan al altar. Me siento en el último peldaño que está horriblemente duro y frío. Dejo la bolsa con los envases entre las piernas y las aprieto con los pies.
La mujer tiene en su cara unos lentes de grueso marco y sus labios se mueven sin emitir sonidos inteligibles. Sólo desesperantes seseos. Sus manos están apoyadas en una pequeña reja que defiende la estatua, de sus flacos y arrugados dedos pende un pequeño rosario color café.
No sé cuánto rato llevo aquí, así que prendo un cigarro. Otro más. Un cigarro me dura unos siete minutos, con eso puedo hacer una relación de tiempo.
A los setenta años, viuda, y sin hijos; la fe tira más que yunta e buey, pienso mientras abro una de las botellas y me la empino para tomar algunos sorbos. Miro la hora faltan quince minutos para la media noche. Debo llevar más de cuarenta minutos en esta posición y el conteo de cigarros debe ir por los cinco.
La frágil mujer se inclina levemente sobre sus rodillas hace el signo de la cruz sobre su pecho –símbolo que ya está más que deformado. Lo he analizado y es una perfecta cruz invertida- y se marcha. Se debe haber inquietado por mi presencia. Enfrenta cuidadosamente cada peldaño, una caída a su edad debe ser complicada. Permanezco esperando que se pierda en la esquina y me pongo frente a la imagen y dejo la bolsa con las cervezas en el suelo... Ah, y prendo un cigarro.
- A mi no me embaucas, ¿lo sabías? Tu rostro terso, tu semblante misericordioso y tus manos en posición de rezo no me engañan. Conozco tu juego y las reglas las considero injustas. Por miles de años has sido venerada como una deidad, hay miles de versiones tuyas. Todas vírgenes. Todas con la falsedad tallada en el rostro. Casi todas mal pintadas y desproporcionadas. No sé qué mierda hago hablándote. Voy a hacer algo más productivo: Cuando llegue a la casa le voy a contar mis problemas al escobillón, o la plancha. ¿O tienes algo que agregar? – silencio- Me lo imaginaba.
Me inclino para recoger por tercera vez la bolsa con cervezas y, estúpidamente decepcionado, me marcho.
- El cigarro mata, joven amigo- escucho a mis espaldas.
Quedé paralizado, el cigarro que tenía en la boca cayó al piso; casi me meo de la impresión. Patéticamente me doy vuelta para encarar a mi interlocutor. Absolutamente nadie. Sólo la estatua y nadie más.
- No busques más, soy yo quien te habla. Profirió la menuda efigie sobre el altar.
- ¡Ah! Tú –dije con cierto alivio y me erguí con propiedad- Pensé que había alguien escondido escuchando lo que te decía. Sentencié con calma.
- No. Sólo soy yo – respondió sin moverse un milímetro.
- Bueno… estoy tratando de entender el porqué la gente te habla. Es raro que las personas te hablen, sólo eres un trozo de yeso. Entiendo que le hablen a los animales, por lo menos ellos reaccionan. Algunos se asustan, otros se ponen contentos, qué sé yo. Pero tú… permaneces impávida ante el sufrimiento y la fe humana.
- Comprendo tus dudas. Incluso a mi misma me cuesta entenderlo ¿Puedes tú?
- Pero por favor. Si tú no entiendes porqué la gente te habla, ¿Qué te hace pensar que yo poseo la respuesta? Yo lo veo de manera bastante simple, si quiero cigarros, voy y los compro; si quiero sexo, me pongo cariñosos y cargante con mi novia; si tengo frío me tapo. El mismo fenómeno ocurre en el tema de las creencias... creo; por ejemplo: la vieja, está en el ocaso de su vida, por eso viene a reconciliarse contigo. Me imagino que con su edad, más de alguna maldad habrá hecho. Ahora me pregunto ¿Por qué no se atreve a hablar directamente con tu “jefe”? ¿Por qué la necesidad de intermediarios como tú o los curas? Otra cosa que no entiendo y quiero que me respondas ¿Cuál es el tema con ser virgen? O sea, si se supone el “jefe” instauró el sexo como único medio de reproducción ¿Quién eres tú para montarte en rebeldía más absoluta? Otra cosa ¿Cómo pudiste concebir un hijo sin sexo? Y lo más importante que me queda dando vueltas… por la época descrita, me imagino que fue parto normal ¿Cómo mierda conseguiste mantener la condición de virgen habiendo vivido la experiencia de un parto? Sólo quiero que me respondas eso.
Mantuvo su posición. Mirada al cielo, se podía ver el pintado blanco de sus ojos bajo el pintado iris de color indefinido, sus manos unidas por las palmas y la yema de los dedos sobre el pecho. Volvió a mover por última vez sus labios, sólo para contestarme.
- Esta escena es ridícula - dijo- Otro imbécil más hablándole a un malhecho pedazo de yeso.
En realidad, pensé. Tomé la bolsa con las cervezas, tiré la colilla del pucho al suelo, prendí otro y caminé sin mirar atrás.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Contrariedad

Te amo, y te amo con tal intensidad
que odio que estés viva.
No me mal entiendas por favor,
pero el hecho que estés viva
significa que irremediablemente
algún día vas a morir.

martes, 11 de marzo de 2008

Minicuentos dramáticos

El vuelo

Miro las cajas de vino, las cervezas a medio tomar, las caras de desdén, la conversación banal, la poca preocupación por las cosas verdaderamente importantes. Los miro con asco y desprecio, algunos preguntan qué me pasa, otros dictaminan cobardemente en susurros y con miradas a mis espaldas que sólo es una de mis estrategias para llamar la atención. Los vomito de furia, les grito entrañas, les digo cínicos, a nadie le importa lo que le pase al resto y el que dice interesarse es un mentiroso y un adulador de mierda. Sin prolongar mi arremetida, camino decididamente al balcón que nos separa del suelo por doce pisos de altura, extiendo mis brazos y emprendo el vuelo que me sacará de este mundo. La caída es breve y brutal. Siento el crujir de mi cuello cuando se quiebra, siento el aire frío que por primera vez toca mis sesos. Siento el tibio, consolador y anestésico toque de la muerte.
Pero todavía existo, soy un recuerdo, una fatal anécdota de una noche al final de un verano, y por ese motivo aún no puedo desligarme de este mundo.


El sueño

Ayer soñé que nacía, soñé que crecía bajo el calor solar del cariño de mis padres. En ese sueño aprendía a caminar y a hablar, a querer y fantasear. También estudiaba y me nutría de conocimientosy descubría sentimientos, soñé también que pololeaba y que podía amar. Soñé que trabajaba y ganaba plata, incluso tenía un auto. Soñé con hijos a los cuales nunca pude demostrarles cuánto los amaba. Soñé con cariños, desprecios, ilusiones y decepeciones.
Menos mal que cada noche despierto y me voy a las penumbras, donde no escucho nada, donde no veo ni siento nada, y pocas veces, pero muy pocas veces, me acuerdo de mis sueños.

La muerte

Chocó con el muro, ya venía mal, cayó aturdida pero aún así trataba de pararse y continuar su camino, como si no tuviera conciencia de lo que es la muerte. Lo intentaba una y otra vez. La fatiga la vencía pero aún así lo intentaba. Me paré a su lado y la acompañé en su agonía. La miré con compasión, me inventé una historia sobre ella, la historia de su vida. Quise llorar, pero me contuve. Sólo la miraba y nada podía hacer por ella. De pronto una voz diminuta me pregunta qué pasa. Es la ley de la vida, hija, respondo. Algunos mueren y otros nacen. Miro sus enormes ojos negros y están llenos de lágrimas. Ahora se suma otro espectador a la triste escena. Sólo miramos el cuerpo agónico que ya empieza a atraer hormigas. Se hizo caquita, me dice la niña. Eso es por que murió, respondo con tristeza. Saco de mi bolsillo una bolsa blanca de plástico, la que utilizo como un improvisado guante. Dudo un instante. No quiero sentir el frío de la muerte. Al final me decido y con respeto me animo a arrebatarles a las hormigas el inerte cuerpo de esa hermosa golondrina.


El ciclo

He estado navegando por lugares oscuros y húmedos. Cálidos sí, pero no hay calidez que compense el vivir en la oscuridad. Una vez en mi ceguera me moví, fue un movimiento violento, perdí la conciencia durante un par de segundos y me di cuenta que estaba en otra parte, era la misma oscuridad pero otra calidez, me sentí extraño por un momento, pero mi incomodidad cesó cuando una multitud pasó corriendo desesperadamente por mi lado y yo corrí también, no sabía hacia dónde pero corrí. Algo muy dentro de mí me indicaba el camino. Corrí con fuerza, me empujaron, empujé, incluso pasé por arriba de otros. La alocada maratón no fue tan larga, pero muy violenta. Llegué a un lugar que inmediatamente cerró sus puertas y ahí me quedé solo por mucho tiempo. Increíblemente el lugar se fue haciendo más y más estrecho, la incomodidad, los mareos del movimiento a ciegas me tiene podrido. A veces me aplastaban, otras veces me hablaban, pero no entiendo el idioma. Cada día que pasa el lugar es más incómodo, más caluroso y más sofocante. Ahora escucho gritos. Es la voz que siempre me habla. Es raro, pero así como supe el camino para entrar, ahora sé como salir. No sé que mierda pasa afuera. Los gritos de dolor me desesperan. La salida es aún peor que la entrada, mi cabeza me duele por que todo ya es muy estrecho para mí. Sólo falta que cuando pueda salir de aquí, alguien me tome de un pie y me dé una palmada en la raja. Ahí sí que me pongo a llorar.