martes, 11 de marzo de 2008

Minicuentos dramáticos

El vuelo

Miro las cajas de vino, las cervezas a medio tomar, las caras de desdén, la conversación banal, la poca preocupación por las cosas verdaderamente importantes. Los miro con asco y desprecio, algunos preguntan qué me pasa, otros dictaminan cobardemente en susurros y con miradas a mis espaldas que sólo es una de mis estrategias para llamar la atención. Los vomito de furia, les grito entrañas, les digo cínicos, a nadie le importa lo que le pase al resto y el que dice interesarse es un mentiroso y un adulador de mierda. Sin prolongar mi arremetida, camino decididamente al balcón que nos separa del suelo por doce pisos de altura, extiendo mis brazos y emprendo el vuelo que me sacará de este mundo. La caída es breve y brutal. Siento el crujir de mi cuello cuando se quiebra, siento el aire frío que por primera vez toca mis sesos. Siento el tibio, consolador y anestésico toque de la muerte.
Pero todavía existo, soy un recuerdo, una fatal anécdota de una noche al final de un verano, y por ese motivo aún no puedo desligarme de este mundo.


El sueño

Ayer soñé que nacía, soñé que crecía bajo el calor solar del cariño de mis padres. En ese sueño aprendía a caminar y a hablar, a querer y fantasear. También estudiaba y me nutría de conocimientosy descubría sentimientos, soñé también que pololeaba y que podía amar. Soñé que trabajaba y ganaba plata, incluso tenía un auto. Soñé con hijos a los cuales nunca pude demostrarles cuánto los amaba. Soñé con cariños, desprecios, ilusiones y decepeciones.
Menos mal que cada noche despierto y me voy a las penumbras, donde no escucho nada, donde no veo ni siento nada, y pocas veces, pero muy pocas veces, me acuerdo de mis sueños.

La muerte

Chocó con el muro, ya venía mal, cayó aturdida pero aún así trataba de pararse y continuar su camino, como si no tuviera conciencia de lo que es la muerte. Lo intentaba una y otra vez. La fatiga la vencía pero aún así lo intentaba. Me paré a su lado y la acompañé en su agonía. La miré con compasión, me inventé una historia sobre ella, la historia de su vida. Quise llorar, pero me contuve. Sólo la miraba y nada podía hacer por ella. De pronto una voz diminuta me pregunta qué pasa. Es la ley de la vida, hija, respondo. Algunos mueren y otros nacen. Miro sus enormes ojos negros y están llenos de lágrimas. Ahora se suma otro espectador a la triste escena. Sólo miramos el cuerpo agónico que ya empieza a atraer hormigas. Se hizo caquita, me dice la niña. Eso es por que murió, respondo con tristeza. Saco de mi bolsillo una bolsa blanca de plástico, la que utilizo como un improvisado guante. Dudo un instante. No quiero sentir el frío de la muerte. Al final me decido y con respeto me animo a arrebatarles a las hormigas el inerte cuerpo de esa hermosa golondrina.


El ciclo

He estado navegando por lugares oscuros y húmedos. Cálidos sí, pero no hay calidez que compense el vivir en la oscuridad. Una vez en mi ceguera me moví, fue un movimiento violento, perdí la conciencia durante un par de segundos y me di cuenta que estaba en otra parte, era la misma oscuridad pero otra calidez, me sentí extraño por un momento, pero mi incomodidad cesó cuando una multitud pasó corriendo desesperadamente por mi lado y yo corrí también, no sabía hacia dónde pero corrí. Algo muy dentro de mí me indicaba el camino. Corrí con fuerza, me empujaron, empujé, incluso pasé por arriba de otros. La alocada maratón no fue tan larga, pero muy violenta. Llegué a un lugar que inmediatamente cerró sus puertas y ahí me quedé solo por mucho tiempo. Increíblemente el lugar se fue haciendo más y más estrecho, la incomodidad, los mareos del movimiento a ciegas me tiene podrido. A veces me aplastaban, otras veces me hablaban, pero no entiendo el idioma. Cada día que pasa el lugar es más incómodo, más caluroso y más sofocante. Ahora escucho gritos. Es la voz que siempre me habla. Es raro, pero así como supe el camino para entrar, ahora sé como salir. No sé que mierda pasa afuera. Los gritos de dolor me desesperan. La salida es aún peor que la entrada, mi cabeza me duele por que todo ya es muy estrecho para mí. Sólo falta que cuando pueda salir de aquí, alguien me tome de un pie y me dé una palmada en la raja. Ahí sí que me pongo a llorar.

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