La noche está bastante agradable. Prendo un cigarrillo, busco en mi desorden algunas botellas de cerveza. Casi todas están inmundas. Impresentables. Me da una lata enorme entregárselas a la desaliñada niña que atiende en la botillería, pero me da más lata lavarlas. Necesito tres, pero sólo hay dos que están decentes. Me agacho para recogerlas del suelo con el pucho en la boca, el humo comienza a entrar a mis ojos, siempre me pasa lo mismo, cuando juego pool, cuando me lavo las manos, cuando recojo los envases de cerveza, en fin, cada vez que mantengo un cigarro prendido en mi boca por más de un minuto. Siempre me he preguntado cómo lo hacen los maestros chasquillas, esos de los puchos eternos que no se lo sacan nunca de la boca, a lo Don Chuma o Slash de los Guns’n Roses. Es como si fueran siameses híbridos.
El humo me hace mierda los ojos mientras intento sacar las botellas que están muy apretadas entre si. Me da la hueá y tiro al maldito al lavamanos. A la mierda, pienso.
Dejo los sucios envases encima de la mesita de la cocina para revisar si tengo las llaves y ver cuánta plata tengo en los bolsillos.
Salgo por la gruesa puerta de madera y prendo otro cigarro, esta vez lo voy a disfrutar de verdad. Camino pensando en todo y nada a la vez, generalmente pienso en lo mal que me hace el cigarro y me hago la propuesta que me he hecho una infinidad de veces. Esta es la última cajetilla que compro.
El trayecto: cuatro cuadras de reflexiones, dos de ida, dos de vuelta. Cuando paso por la pequeña iglesia, que está en medio del camino, veo una frágil anciana frente a la imagen de alguna virgen o un santo –nunca me he fijado bien qué es. La mira, le habla. Su cuerpo es enjuto, sus pequeñas y débiles pantorrillas presentan complejas várices. Tiene una falda que probablemente estuvo de moda en los albores de los noventa, un chaleco –que parece haber sido tejida por ella misma- del mismo color de la falda y le llega más abajo del culo. Su pelo es canoso, corto y ondulado.
Paso por detrás de ella y siento una mezcla de lástima y furia. Lástima por que quizás algún problema la aqueja, algún familiar enfermo, nietos con problemas de droga, vaya a saber uno. Furia por lo que representa ese cuadro. La súplica a una efigie de yeso mal proporcionada y pintada sin oficio ¿Qué pretende con eso? Vaya a saberlo ella.
Cruzo la pequeña calle que separa la iglesia de la botillería y ahí está la desaliñada niña que siempre está detrás del mesón. La botillería y ella es como el maestro chasquilla con su pucho, pienso.
- Quiero tres Royal- dije pensando en la abuelita.
- ¿Vas a dejar por un envase?- Me preguntó, mientras seguía pensando en la abuelita.
- Si. Le respondí, preguntándome si, cuando pasara por fuera de la capilla, la viejecilla estaría allí.
- Son trescientos por el envase.
- Oka- repliqué pensando en qué hace una anciana a esta hora, sola y hablándole a un trozo de yeso
- Las de atrás están más heladitas- me dice. No respondo, estoy pensando en la abuela.
Pongo las cervezas sobre el mesón saco la plata de mi bolsillo. Cuento las monedas para deshacerme de algunas. Rompen los bolsillos y me carga usar monederos.
- ¿Eso es todo? Me pregunta sin mirar.
- Eeehmmm, no, dame un Kent 1 - Ahí se fue a la mierda eso de la última cajetilla. – Ah, y un Bigtime.
- Son cuatro mil seiscientos.
Voy a tratar de tomar menos, sino voy a quedar en la ruina, reflexiono mientras pago. Tomo las cervezas, guardo los cigarros, los chicles y salgo apurado para ver si la añosa mujer todavía está despilfarrando tiempo y palabras.
Cruzo raudo por el desgastado paso peatonal. Miro de reojo hacia mi izquierda y sí. Ahí está la mujer en la misma posición, como otra estatua.
Paso nuevamente detrás de ella pensando en qué diablos me importa a mi lo que haga la gente. En qué pueden influir en mi vida sus rituales o sus tradiciones religiosas.
La inconsecuencia me invade muchas veces y esta no es la excepción. Me devuelvo decidido y subo trotando las escalinatas de concreto que llevan al altar. Me siento en el último peldaño que está horriblemente duro y frío. Dejo la bolsa con los envases entre las piernas y las aprieto con los pies.
La mujer tiene en su cara unos lentes de grueso marco y sus labios se mueven sin emitir sonidos inteligibles. Sólo desesperantes seseos. Sus manos están apoyadas en una pequeña reja que defiende la estatua, de sus flacos y arrugados dedos pende un pequeño rosario color café.
No sé cuánto rato llevo aquí, así que prendo un cigarro. Otro más. Un cigarro me dura unos siete minutos, con eso puedo hacer una relación de tiempo.
A los setenta años, viuda, y sin hijos; la fe tira más que yunta e buey, pienso mientras abro una de las botellas y me la empino para tomar algunos sorbos. Miro la hora faltan quince minutos para la media noche. Debo llevar más de cuarenta minutos en esta posición y el conteo de cigarros debe ir por los cinco.
La frágil mujer se inclina levemente sobre sus rodillas hace el signo de la cruz sobre su pecho –símbolo que ya está más que deformado. Lo he analizado y es una perfecta cruz invertida- y se marcha. Se debe haber inquietado por mi presencia. Enfrenta cuidadosamente cada peldaño, una caída a su edad debe ser complicada. Permanezco esperando que se pierda en la esquina y me pongo frente a la imagen y dejo la bolsa con las cervezas en el suelo... Ah, y prendo un cigarro.
- A mi no me embaucas, ¿lo sabías? Tu rostro terso, tu semblante misericordioso y tus manos en posición de rezo no me engañan. Conozco tu juego y las reglas las considero injustas. Por miles de años has sido venerada como una deidad, hay miles de versiones tuyas. Todas vírgenes. Todas con la falsedad tallada en el rostro. Casi todas mal pintadas y desproporcionadas. No sé qué mierda hago hablándote. Voy a hacer algo más productivo: Cuando llegue a la casa le voy a contar mis problemas al escobillón, o la plancha. ¿O tienes algo que agregar? – silencio- Me lo imaginaba.
Me inclino para recoger por tercera vez la bolsa con cervezas y, estúpidamente decepcionado, me marcho.
- El cigarro mata, joven amigo- escucho a mis espaldas.
Quedé paralizado, el cigarro que tenía en la boca cayó al piso; casi me meo de la impresión. Patéticamente me doy vuelta para encarar a mi interlocutor. Absolutamente nadie. Sólo la estatua y nadie más.
- No busques más, soy yo quien te habla. Profirió la menuda efigie sobre el altar.
- ¡Ah! Tú –dije con cierto alivio y me erguí con propiedad- Pensé que había alguien escondido escuchando lo que te decía. Sentencié con calma.
- No. Sólo soy yo – respondió sin moverse un milímetro.
- Bueno… estoy tratando de entender el porqué la gente te habla. Es raro que las personas te hablen, sólo eres un trozo de yeso. Entiendo que le hablen a los animales, por lo menos ellos reaccionan. Algunos se asustan, otros se ponen contentos, qué sé yo. Pero tú… permaneces impávida ante el sufrimiento y la fe humana.
- Comprendo tus dudas. Incluso a mi misma me cuesta entenderlo ¿Puedes tú?
- Pero por favor. Si tú no entiendes porqué la gente te habla, ¿Qué te hace pensar que yo poseo la respuesta? Yo lo veo de manera bastante simple, si quiero cigarros, voy y los compro; si quiero sexo, me pongo cariñosos y cargante con mi novia; si tengo frío me tapo. El mismo fenómeno ocurre en el tema de las creencias... creo; por ejemplo: la vieja, está en el ocaso de su vida, por eso viene a reconciliarse contigo. Me imagino que con su edad, más de alguna maldad habrá hecho. Ahora me pregunto ¿Por qué no se atreve a hablar directamente con tu “jefe”? ¿Por qué la necesidad de intermediarios como tú o los curas? Otra cosa que no entiendo y quiero que me respondas ¿Cuál es el tema con ser virgen? O sea, si se supone el “jefe” instauró el sexo como único medio de reproducción ¿Quién eres tú para montarte en rebeldía más absoluta? Otra cosa ¿Cómo pudiste concebir un hijo sin sexo? Y lo más importante que me queda dando vueltas… por la época descrita, me imagino que fue parto normal ¿Cómo mierda conseguiste mantener la condición de virgen habiendo vivido la experiencia de un parto? Sólo quiero que me respondas eso.
Mantuvo su posición. Mirada al cielo, se podía ver el pintado blanco de sus ojos bajo el pintado iris de color indefinido, sus manos unidas por las palmas y la yema de los dedos sobre el pecho. Volvió a mover por última vez sus labios, sólo para contestarme.
- Esta escena es ridícula - dijo- Otro imbécil más hablándole a un malhecho pedazo de yeso.
En realidad, pensé. Tomé la bolsa con las cervezas, tiré la colilla del pucho al suelo, prendí otro y caminé sin mirar atrás.
El humo me hace mierda los ojos mientras intento sacar las botellas que están muy apretadas entre si. Me da la hueá y tiro al maldito al lavamanos. A la mierda, pienso.
Dejo los sucios envases encima de la mesita de la cocina para revisar si tengo las llaves y ver cuánta plata tengo en los bolsillos.
Salgo por la gruesa puerta de madera y prendo otro cigarro, esta vez lo voy a disfrutar de verdad. Camino pensando en todo y nada a la vez, generalmente pienso en lo mal que me hace el cigarro y me hago la propuesta que me he hecho una infinidad de veces. Esta es la última cajetilla que compro.
El trayecto: cuatro cuadras de reflexiones, dos de ida, dos de vuelta. Cuando paso por la pequeña iglesia, que está en medio del camino, veo una frágil anciana frente a la imagen de alguna virgen o un santo –nunca me he fijado bien qué es. La mira, le habla. Su cuerpo es enjuto, sus pequeñas y débiles pantorrillas presentan complejas várices. Tiene una falda que probablemente estuvo de moda en los albores de los noventa, un chaleco –que parece haber sido tejida por ella misma- del mismo color de la falda y le llega más abajo del culo. Su pelo es canoso, corto y ondulado.
Paso por detrás de ella y siento una mezcla de lástima y furia. Lástima por que quizás algún problema la aqueja, algún familiar enfermo, nietos con problemas de droga, vaya a saber uno. Furia por lo que representa ese cuadro. La súplica a una efigie de yeso mal proporcionada y pintada sin oficio ¿Qué pretende con eso? Vaya a saberlo ella.
Cruzo la pequeña calle que separa la iglesia de la botillería y ahí está la desaliñada niña que siempre está detrás del mesón. La botillería y ella es como el maestro chasquilla con su pucho, pienso.
- Quiero tres Royal- dije pensando en la abuelita.
- ¿Vas a dejar por un envase?- Me preguntó, mientras seguía pensando en la abuelita.
- Si. Le respondí, preguntándome si, cuando pasara por fuera de la capilla, la viejecilla estaría allí.
- Son trescientos por el envase.
- Oka- repliqué pensando en qué hace una anciana a esta hora, sola y hablándole a un trozo de yeso
- Las de atrás están más heladitas- me dice. No respondo, estoy pensando en la abuela.
Pongo las cervezas sobre el mesón saco la plata de mi bolsillo. Cuento las monedas para deshacerme de algunas. Rompen los bolsillos y me carga usar monederos.
- ¿Eso es todo? Me pregunta sin mirar.
- Eeehmmm, no, dame un Kent 1 - Ahí se fue a la mierda eso de la última cajetilla. – Ah, y un Bigtime.
- Son cuatro mil seiscientos.
Voy a tratar de tomar menos, sino voy a quedar en la ruina, reflexiono mientras pago. Tomo las cervezas, guardo los cigarros, los chicles y salgo apurado para ver si la añosa mujer todavía está despilfarrando tiempo y palabras.
Cruzo raudo por el desgastado paso peatonal. Miro de reojo hacia mi izquierda y sí. Ahí está la mujer en la misma posición, como otra estatua.
Paso nuevamente detrás de ella pensando en qué diablos me importa a mi lo que haga la gente. En qué pueden influir en mi vida sus rituales o sus tradiciones religiosas.
La inconsecuencia me invade muchas veces y esta no es la excepción. Me devuelvo decidido y subo trotando las escalinatas de concreto que llevan al altar. Me siento en el último peldaño que está horriblemente duro y frío. Dejo la bolsa con los envases entre las piernas y las aprieto con los pies.
La mujer tiene en su cara unos lentes de grueso marco y sus labios se mueven sin emitir sonidos inteligibles. Sólo desesperantes seseos. Sus manos están apoyadas en una pequeña reja que defiende la estatua, de sus flacos y arrugados dedos pende un pequeño rosario color café.
No sé cuánto rato llevo aquí, así que prendo un cigarro. Otro más. Un cigarro me dura unos siete minutos, con eso puedo hacer una relación de tiempo.
A los setenta años, viuda, y sin hijos; la fe tira más que yunta e buey, pienso mientras abro una de las botellas y me la empino para tomar algunos sorbos. Miro la hora faltan quince minutos para la media noche. Debo llevar más de cuarenta minutos en esta posición y el conteo de cigarros debe ir por los cinco.
La frágil mujer se inclina levemente sobre sus rodillas hace el signo de la cruz sobre su pecho –símbolo que ya está más que deformado. Lo he analizado y es una perfecta cruz invertida- y se marcha. Se debe haber inquietado por mi presencia. Enfrenta cuidadosamente cada peldaño, una caída a su edad debe ser complicada. Permanezco esperando que se pierda en la esquina y me pongo frente a la imagen y dejo la bolsa con las cervezas en el suelo... Ah, y prendo un cigarro.
- A mi no me embaucas, ¿lo sabías? Tu rostro terso, tu semblante misericordioso y tus manos en posición de rezo no me engañan. Conozco tu juego y las reglas las considero injustas. Por miles de años has sido venerada como una deidad, hay miles de versiones tuyas. Todas vírgenes. Todas con la falsedad tallada en el rostro. Casi todas mal pintadas y desproporcionadas. No sé qué mierda hago hablándote. Voy a hacer algo más productivo: Cuando llegue a la casa le voy a contar mis problemas al escobillón, o la plancha. ¿O tienes algo que agregar? – silencio- Me lo imaginaba.
Me inclino para recoger por tercera vez la bolsa con cervezas y, estúpidamente decepcionado, me marcho.
- El cigarro mata, joven amigo- escucho a mis espaldas.
Quedé paralizado, el cigarro que tenía en la boca cayó al piso; casi me meo de la impresión. Patéticamente me doy vuelta para encarar a mi interlocutor. Absolutamente nadie. Sólo la estatua y nadie más.
- No busques más, soy yo quien te habla. Profirió la menuda efigie sobre el altar.
- ¡Ah! Tú –dije con cierto alivio y me erguí con propiedad- Pensé que había alguien escondido escuchando lo que te decía. Sentencié con calma.
- No. Sólo soy yo – respondió sin moverse un milímetro.
- Bueno… estoy tratando de entender el porqué la gente te habla. Es raro que las personas te hablen, sólo eres un trozo de yeso. Entiendo que le hablen a los animales, por lo menos ellos reaccionan. Algunos se asustan, otros se ponen contentos, qué sé yo. Pero tú… permaneces impávida ante el sufrimiento y la fe humana.
- Comprendo tus dudas. Incluso a mi misma me cuesta entenderlo ¿Puedes tú?
- Pero por favor. Si tú no entiendes porqué la gente te habla, ¿Qué te hace pensar que yo poseo la respuesta? Yo lo veo de manera bastante simple, si quiero cigarros, voy y los compro; si quiero sexo, me pongo cariñosos y cargante con mi novia; si tengo frío me tapo. El mismo fenómeno ocurre en el tema de las creencias... creo; por ejemplo: la vieja, está en el ocaso de su vida, por eso viene a reconciliarse contigo. Me imagino que con su edad, más de alguna maldad habrá hecho. Ahora me pregunto ¿Por qué no se atreve a hablar directamente con tu “jefe”? ¿Por qué la necesidad de intermediarios como tú o los curas? Otra cosa que no entiendo y quiero que me respondas ¿Cuál es el tema con ser virgen? O sea, si se supone el “jefe” instauró el sexo como único medio de reproducción ¿Quién eres tú para montarte en rebeldía más absoluta? Otra cosa ¿Cómo pudiste concebir un hijo sin sexo? Y lo más importante que me queda dando vueltas… por la época descrita, me imagino que fue parto normal ¿Cómo mierda conseguiste mantener la condición de virgen habiendo vivido la experiencia de un parto? Sólo quiero que me respondas eso.
Mantuvo su posición. Mirada al cielo, se podía ver el pintado blanco de sus ojos bajo el pintado iris de color indefinido, sus manos unidas por las palmas y la yema de los dedos sobre el pecho. Volvió a mover por última vez sus labios, sólo para contestarme.
- Esta escena es ridícula - dijo- Otro imbécil más hablándole a un malhecho pedazo de yeso.
En realidad, pensé. Tomé la bolsa con las cervezas, tiré la colilla del pucho al suelo, prendí otro y caminé sin mirar atrás.
4 comentarios:
Hola, disculpa la intromisión, pero el insomnio y el blog de tierragramas me llevó hasta el tuyo. Me gustó mucho tu relato, más que la historia en sí, las reflexiones que contiene: las preguntas a la virgen, las anciana, las chelas, la banalidad en el fondo, nuestra terquedad, incredulidad y misterio. De todo, de nada.
Saludos
te dejo mi otro blog si te tinca pasar algún día. Por mientras te fumas un kent 1, yo te acompaño con un belmont blanco a lo más piante.
http://columna-sugestiva.blogspot.com
jajaja, me encanto tu relato... una por que tengo un rollo con la virgen y las imagenes de yeso y otra que el hiper realismo con que escribes... me imagino que tus pulmones estan hecho mierda de tanto fumar!!!
por el tema de la anticoncepcion que hable en mi blogs, salio la talla: que no te pase lo de la virgen, usa el dispositivo!!!
saludos, me gustan tus letras
Que pasa mi enjuto amigo...
Compa, creo que estamos de acuerdo en muchas de tus letras, ademas, me asombra que pienses las mismas weas que yo (en lo concerniente a la cruz invertida de los católicos) y eso me deja un poco mas tranquilo ya que no estoy tan cagao como pensaba.
Cuídate Broda!!!!!
Tal como te dije en otra ocasión, me deja sorprendido la forma en que haces vívidos tus relatos y conociendo el entorno, se me hizo super fácil imaginarme el asunto..
Igual, dentro de le que cuentas, hay toda una historia con las vírgenes, sobretodo con los nombres de ellas, ya que en la antiguedad cada localidad tenía su propia divinidad y nuestra Santa Madre Iglesia, tan acojedora ella, en su fin envangelizador, absorvió muchos de los cultos locales, dándole una identidad a la Virgen patrona de cada país en función de su origen.
Un abrazo hermanito
Mitchel
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