Pareciera que Luis está absorto en su lectura. En sus manos sostiene un cuaderno universitario con un espiral blanco torcido por el uso. Hace algunas pausas debido a que el cielo está completamente blanco y el reflejo sobre la hoja lo deja casi ciego. Observa a su alrededor y el escenario en la plaza de armas de su austral ciudad es el mismo cada jueves.
La piel de sus manos está reseca y partida, sus uñas están largas y sucias, la cutícula las viste casi hasta la mitad; los puños de su única camisa blanca están muy roídos, pero limpios. De la corbata, ni hablar, hace muchos años tuvo una, pero era de esas con elástico en el cuello; su chaleco es de un material sintético de color azul casi morado que está deshilachado en los puños, cuellos y pretina. Su pantalón está casi transparente y rosáceo de tantos lavados y en la basta se pueden distinguir claramente todos los largos que ha tenido ese pantalón a través de los años; sus zapatos no son de colegio, debe haber sido la caridad de algún parroquiano que ya no usaría ese antiguo y puntiagudo calzado de suela delgada, dura y fría con un incómodo taco y unos dos números más grandes que su pie.
A pesar de todas sus carencias es un hermoso adolescente. Su cabello es muy claro y rizado, su piel es pálida y contrasta armónicamente con sus rojos labios y sus pobladas cejas. Sus ojos son verdaderas llamaradas verdes ornamentadas con largas y crespas pestañas.
El sabe que tiene que estudiar y cumplir por sobre el resto de sus compañeros. Ese es el compromiso.
Echa un vistazo a su entorno y retoma su lectura en breves retazos. La luz blanca del cielo nublado es insoportable, así que opta por dejar su cuaderno a un lado y contemplar los vehículos que pasan sin conciencia ni memoria. Así, como cada jueves, pasa el suplementero en su bicicleta repartiendo diarios con su cara extremadamente roja producto del mal tinto y el sol, sonriendo como si no le importara las negras formas que se dejan ver entre su amarillenta dentadura producto de la falta de algunas piezas. También está ahí el hombre del carrito que vende cabritas, el olor a azúcar quemada hace gruñir su estómago por comida. Cómo quisiera tener un par de monedas. No hay que ser adivino para darse cuenta que una galleta y un vaso de leche no son suficientes como para mantenerse satisfecho hasta las tres de la tarde. Pero Luis sigue en su espera. Vale la pena esperar por la única persona que le hace sentir bien. La única persona que ha notado su existencia llena de privaciones.
Así pasa la siguiente media hora llena de contemplaciones y reflexiones hasta que, a lo lejos, ve la silueta de la persona a quien espera todos los jueves, a la misma hora y en el mismo lugar.
Es un espigado hombre que se desplaza con elegancia y se destaca del resto de las personas por su particular atuendo negro. Es una persona de tez blanca y de pelo castaño claro. Tiene una amplia frente y su mollera exhibía muy pocos cabellos. Los zapatos brillan a pesar de lo nublado del día.
Luis dibuja una sonrisa en su hermoso rostro y se levanta del escaño y se encamina hacia el.
- Hola, ¿cómo estás? –preguntó el hombre.
- Bien, bien ¿y usted?
- Bien, gracias –dijo con una sonrisa- ¿Estás acá hace mucho rato?
- No. Desde las dos, estuve estudiando un poco, pero me dolía la cabeza.
- Está bien, no te preocupes, pero recuerda que lo primero son los estudios.
- Lo sé –replicó Luis con un tono de complicidad.
- ¿Tienes apuro? Me refiero a que si tienes que hacer algo. Ir de compras. Alguna prueba mañana
- No. Tengo libre toda la tarde.
- Perfecto ¿Vamos entonces?
- Vamos –respondió rápidamente Luis.
Caminaron en silencio unas cuatro cuadras hasta que llegaron al viejo furgón utilitario de aquel hombre. Un Suzuki ST90 blanco del año 88 y se subieron justo cuando comenzaron a caer las gotas de la primera lluvia de ese invierno.
- Ya empezó a caer agüita- dijo el hombre mientras echó a andar el móvil.
- Sí. Bien tarde comenzaron las lluvias.
- ¿Sabes que es lo que menos me gusta de las lluvias?
- Eeehhhmm ¿El agua? –respondió el joven inocentemente
- Ja ja ja.-rió de buena gana el hombre- No, Luis. El agua es una bendición. Lo que no soporto es la noche siguiente después de que terminó la lluvia. El frío es atroz. Parece que penetrara los huesos y congelara la sangre. Bueno eso pasa a esta edad.
El hombre tenía unos cuarenta y cinco años, y no era oriundo de la zona, por lo que los factores climáticos le afectaban bastante. A pesar de su edad se veía mucho más joven de lo que era, no más de treinta y cuatro. Nada fuera de lo común en un hombre que jamás conoció un trabajo forzado o estresante. Todo lo contrario. Su labor era bastante relajada, nunca se vio presionado por sus jefes o clientes, ni sufrió con algún término de plazo, y aunque su trabajo no era muy bien remunerado, jamás le faltó nada.
Bajo una tímida lluvia emprendieron lentamente el viaje. A Luis le encantaba observar el paisaje a través de las gotas de agua sobre el vidrio. Le recordaba su infancia. Las tardes dentro de las aulas de la pequeña escuelita rural, el olor a ropas pobres mojadas y de pelo sucio, el mal aliento de su compañero de banco. El desinterés de la gorda profesora por extenderse en explicaciones. Pero a pesar de todo eso, la inocencia de aquellos días le prodigaba felicidad y tranquilidad en esta nueva etapa.
Aquel hombre, el sonido de los desengrasados limpia parabrisas, el motor del vehículo y la lluvia, eran buena compañía durante el viaje.
No pasaron más de diez minutos desde el momento que salieron de la ciudad, cuando llegaron a su destino.
Bajaron rápidamente del destartalado furgón y corrieron a la casa para evitar mojarse mucho. El paraje que rodeaba la vivienda era de un verde intenso. Lleno de arbustos y malezas, árboles por doquier y mucha vegetación. Entraron a la casa donde solían juntarse cada jueves. Las paredes estaban pintadas con barniz, las ventanas eran pequeñas, por lo que la casa era muy oscura por dentro, incluso en los días de abundante sol. En la sala de estar habían unos sillones de cuero sintético cubiertos de grandes piezas de género, al medio había una mesita de centro y sobre ella una Biblia y un par de revistas. A algunos pasos de distancia estaba la chimenea de piedra y a un costado la mesa del comedor.
- Voy a prender la chimenea ¿Quieres algo, un té o un café? -Preguntó el hombre.
- Si no le molesta quisiera tomar té. Tengo frío.
- Ok. Si quieres anda a buscar una toalla al baño para que te seques. Y no me trates de usted. Dime Rolando.
Luis caminó por el pasillo de la casa y entró al baño. Tomó la toalla y se secó la cara y el pelo. Vio que sobre el lavamanos había una crema de afeitar, dentífrico y sólo un cepillo de dientes. Se miró en el espejo y sintió lástima por el mismo y así estuvo algunos minutos. Salió silenciosamente y se dirigió al living.
Ahí estaba el hombre contemplando la lluvia por la ventana, la chimenea ya estaba expeliendo calor y el exquisito aroma de la leña en combustión.
- Toma asiento, Luis. Voy a buscar el té.
Luis no respondió y se sentó. A los pocos minutos apareció el amable hombre con una bandeja con dos tazones, algunos panes y queso. El joven hambriento devoró cuatro panes y dos tazas de té, mientras el hombre lo miraba con un gesto muy parecido a la ternura.
- ¿Cómo va todo en casa? –preguntó amablemente Rolando.
- Todo bien. Mi mamá y mi hermana chica están un poco resfriadas, pero nada serio.
- ¿Cómo te ha ido en el liceo?
- Bien, con hartas pruebas.
- Me imagino que has estudiado.
- Sí. Todos los días estudio dos horas. Como le prometí a usted.
- Dale con el usted. Dime Rolando –inquirió nuevamente- ¿Cómo estás de plata? ¿Necesitas algo?
- No, muchas gracias. Estamos bien en la casa.
- Bueno, si necesitas algo ya sabes que puedes contar conmigo.
- Gracias.
Rolando lo miró por un buen rato, observaba cada uno de sus gestos, le atraía la juventud de su tez. Incluso se podría decir que lo envidiaba de cierta forma.
- Eres hermoso, Luis ¿Lo sabías? –Luis se puso incómodo y nervioso- No tienes de qué preocuparte, no te pongas incómodo. Estamos en confianza.
Rolando tomó con su mano derecha el mentón de Luis, lo miró por algunos segundos, se acercó a su rostro y besó sus labios con pasión, con lujuria, con amor y desespero. Luis le correspondió tardía y tibiamente. Besó su cuello, mordió sus orejas y acarició su pecho y el bulto que había en su entrepierna.
- Esta vez quiero que tú me penetres primero –dijo Rolando con voz lasciva.
- Como quiera.
- Vamos a mi pieza para estar cómodos.
Luis fue el primero en entrar a la habitación. Rolando lo abrazó por la espalda y nuevamente comenzó a acariciarle. El muchacho se giró, miró intensamente a aquel hombre y se sacó su carcomido chaleco. Rolando le desabotonó la camisa y lo observó detenidamente. El cuerpo de aquel joven era su perdición, y él lo sabía. Luis lo miró con el fuego verde de sus ojos, dejando de lado todo su pudor y asió la nuca de Rolando y lo besó con fuerza. Ambos quedaron desnudos y comenzaron la coreografía de un amor imposible.
Fueron casi dos horas de pasión y sexo. Dos hombres compartiendo el banquete íntimo de los placeres carnales. Tal como lo habían hecho todos los jueves desde hace cuatro años.
El viaje de retorno a la ciudad fue más silencioso que el de salida. No hubo conversación ni lluvia. Sólo las luces de la ciudad como fondo de una acuarela de perversión.
Al cabo de unos veinte minutos llegaron a la humilde casucha donde vivía Luis.
- Sabes que no le puedes hablar de esto a nadie –dijo Rolando.
- No se preocupe. Esto queda entre los dos.
- Está bien. Recuerda estudiar y esforzarte en tus deberes. No quiero que nadie sospeche nada ¿Entendido?
- No se preocupe.
- Cuídate ¿Nos vemos el domingo?
- Sí. El domingo nos vemos.
- Invita a tu mamá.
- Ok.
Justo cuando Luis se aprestaba a bajarse de la furgoneta sale su madre de la casa. Mira al hombre de la camioneta y se pone muy feliz de verlo y le saluda con la mano con mucho entusiasmo. Lo mismo hace Rolando y se va.
- Me tenías preocupada, hijo. Hace mucho frío.
- No te preocupes, mamá. Tu sabes qué hago cada jueves.
- Lo sé hijo. No sabes cuán orgullosa me siento de tí. No eres como los otros niños. La juventud ya no está interesada en las cosas del Señor. Estoy tan agradecida de Dios por habernos enviado al padre Rolando. Es nuestro ángel, un ángel enviado por Dios.
Luis caminó sin decir nada ¿Qué podía decirle a su madre?