viernes, 25 de abril de 2008

Sangre y muerte

Nunca había visto tanta sangre acumulada en un lugar.
El olor a sangre es asqueroso, y de tanto aspirarlo me quedo con un gusto metálico en la boca. Mis manos están pegajosas por que ese fluido rojo se está secando. Mi cuerpo está bañado de sangre así como todo mi entorno. Tengo un arma aún humeante en mi mano y mi primer reflejo es tirarla inmediatamente. La escena me hace perder las fuerzas, me siento mareado y asqueado ¿Habré asesinado a alguien? No sé qué mierda estoy haciendo acá ni porqué tenía esa pistola en la mano. No encuentro una explicación lógica. Es como si nada hubiese existido antes de este momento ¿Quién soy y qué mierda hago aquí? ¡Por la chucha qué hice! ¿Cómo puedo reconocer un delito si ni siquiera reconozco mi propia persona?
No puedo dar crédito al hecho de haber apagado una vida. La luz ya no le mostrará las formas ni las maravillosas simplezas de la vida, no sentirá más el sol, su cuerpo se enfriará y luego todo será oscuridad, frío y nada.
Intento huir, pero la puerta está atorada por dentro con un pesado mueble y mis fuerzas están menguando dramáticamente con cada segundo que pasa.
Con movimientos lerdos intento buscar el cuerpo al cual le arrebaté la vida, pero no encuentro absolutamente nada ¿Acaso me estoy volviendo loco? Quizás alguien me tendió una trampa ¡Si esto es un sueño quiero despertar! ¡No quiero estar acá!
Mientras me giro me doy cuenta que en todo mi alrededor hay sangre oscura y espesa, en las paredes, en el suelo. Hay marcas de manos sobre las paredes, puedo haber sido yo mismo. O mi víctima intentando huir. Sin embargo, por más que busco no veo nada. Estoy solo en esta habitación. Necesito saber a quien le quité la vida
¡Por favor dios, si existes, ayúdame!
La locura amenaza con desmayarme. Mi mente está llena de confusión, caos, culpabilidad, temor, vulnerabilidad y sangre.

De pronto la luz lentamente comienza a decaer y los sonidos se tornan inaudibles, y en ese momento ocurre lo más inesperado, el cuerpo sin vida que tanto busqué cae delante de mí, como si me hubiese jugado la más macabra de sus bromas. Como si hubiese estado siempre delante o tras de mí. Y sí, lo conozco. Conozco a quien maté y es el ser más despreciable con quien me tocó compartir mi vida. No sé porqué lo asesiné, pero sé que lo merecía. Ahí está con su cabeza destruida por una bala, me sonrío al verlo. Y mientras la sangre se empapa en sus ropas y el rigor mortis se apodera de su cuerpo, mi alma baja a las tinieblas del segundo recinto ubicado en el séptimo círculo del infierno, donde se internará en un horrible bosque de árboles muertos. Allí los suicidas pagan por siempre su pecado.
Ilustración: Gustave Doré.
La Divina Comedia, Infierno, Canto XIII. Los suicidas en el bosque

lunes, 14 de abril de 2008

Como cada jueves


Pareciera que Luis está absorto en su lectura. En sus manos sostiene un cuaderno universitario con un espiral blanco torcido por el uso. Hace algunas pausas debido a que el cielo está completamente blanco y el reflejo sobre la hoja lo deja casi ciego. Observa a su alrededor y el escenario en la plaza de armas de su austral ciudad es el mismo cada jueves.
La piel de sus manos está reseca y partida, sus uñas están largas y sucias, la cutícula las viste casi hasta la mitad; los puños de su única camisa blanca están muy roídos, pero limpios. De la corbata, ni hablar, hace muchos años tuvo una, pero era de esas con elástico en el cuello; su chaleco es de un material sintético de color azul casi morado que está deshilachado en los puños, cuellos y pretina. Su pantalón está casi transparente y rosáceo de tantos lavados y en la basta se pueden distinguir claramente todos los largos que ha tenido ese pantalón a través de los años; sus zapatos no son de colegio, debe haber sido la caridad de algún parroquiano que ya no usaría ese antiguo y puntiagudo calzado de suela delgada, dura y fría con un incómodo taco y unos dos números más grandes que su pie.
A pesar de todas sus carencias es un hermoso adolescente. Su cabello es muy claro y rizado, su piel es pálida y contrasta armónicamente con sus rojos labios y sus pobladas cejas. Sus ojos son verdaderas llamaradas verdes ornamentadas con largas y crespas pestañas.
El sabe que tiene que estudiar y cumplir por sobre el resto de sus compañeros. Ese es el compromiso.
Echa un vistazo a su entorno y retoma su lectura en breves retazos. La luz blanca del cielo nublado es insoportable, así que opta por dejar su cuaderno a un lado y contemplar los vehículos que pasan sin conciencia ni memoria. Así, como cada jueves, pasa el suplementero en su bicicleta repartiendo diarios con su cara extremadamente roja producto del mal tinto y el sol, sonriendo como si no le importara las negras formas que se dejan ver entre su amarillenta dentadura producto de la falta de algunas piezas. También está ahí el hombre del carrito que vende cabritas, el olor a azúcar quemada hace gruñir su estómago por comida. Cómo quisiera tener un par de monedas. No hay que ser adivino para darse cuenta que una galleta y un vaso de leche no son suficientes como para mantenerse satisfecho hasta las tres de la tarde. Pero Luis sigue en su espera. Vale la pena esperar por la única persona que le hace sentir bien. La única persona que ha notado su existencia llena de privaciones.
Así pasa la siguiente media hora llena de contemplaciones y reflexiones hasta que, a lo lejos, ve la silueta de la persona a quien espera todos los jueves, a la misma hora y en el mismo lugar.
Es un espigado hombre que se desplaza con elegancia y se destaca del resto de las personas por su particular atuendo negro. Es una persona de tez blanca y de pelo castaño claro. Tiene una amplia frente y su mollera exhibía muy pocos cabellos. Los zapatos brillan a pesar de lo nublado del día.
Luis dibuja una sonrisa en su hermoso rostro y se levanta del escaño y se encamina hacia el.
- Hola, ¿cómo estás? –preguntó el hombre.
- Bien, bien ¿y usted?
- Bien, gracias –dijo con una sonrisa- ¿Estás acá hace mucho rato?
- No. Desde las dos, estuve estudiando un poco, pero me dolía la cabeza.
- Está bien, no te preocupes, pero recuerda que lo primero son los estudios.
- Lo sé –replicó Luis con un tono de complicidad.
- ¿Tienes apuro? Me refiero a que si tienes que hacer algo. Ir de compras. Alguna prueba mañana
- No. Tengo libre toda la tarde.
- Perfecto ¿Vamos entonces?
- Vamos –respondió rápidamente Luis.
Caminaron en silencio unas cuatro cuadras hasta que llegaron al viejo furgón utilitario de aquel hombre. Un Suzuki ST90 blanco del año 88 y se subieron justo cuando comenzaron a caer las gotas de la primera lluvia de ese invierno.
- Ya empezó a caer agüita- dijo el hombre mientras echó a andar el móvil.
- Sí. Bien tarde comenzaron las lluvias.
- ¿Sabes que es lo que menos me gusta de las lluvias?
- Eeehhhmm ¿El agua? –respondió el joven inocentemente
- Ja ja ja.-rió de buena gana el hombre- No, Luis. El agua es una bendición. Lo que no soporto es la noche siguiente después de que terminó la lluvia. El frío es atroz. Parece que penetrara los huesos y congelara la sangre. Bueno eso pasa a esta edad.
El hombre tenía unos cuarenta y cinco años, y no era oriundo de la zona, por lo que los factores climáticos le afectaban bastante. A pesar de su edad se veía mucho más joven de lo que era, no más de treinta y cuatro. Nada fuera de lo común en un hombre que jamás conoció un trabajo forzado o estresante. Todo lo contrario. Su labor era bastante relajada, nunca se vio presionado por sus jefes o clientes, ni sufrió con algún término de plazo, y aunque su trabajo no era muy bien remunerado, jamás le faltó nada.
Bajo una tímida lluvia emprendieron lentamente el viaje. A Luis le encantaba observar el paisaje a través de las gotas de agua sobre el vidrio. Le recordaba su infancia. Las tardes dentro de las aulas de la pequeña escuelita rural, el olor a ropas pobres mojadas y de pelo sucio, el mal aliento de su compañero de banco. El desinterés de la gorda profesora por extenderse en explicaciones. Pero a pesar de todo eso, la inocencia de aquellos días le prodigaba felicidad y tranquilidad en esta nueva etapa.
Aquel hombre, el sonido de los desengrasados limpia parabrisas, el motor del vehículo y la lluvia, eran buena compañía durante el viaje.
No pasaron más de diez minutos desde el momento que salieron de la ciudad, cuando llegaron a su destino.
Bajaron rápidamente del destartalado furgón y corrieron a la casa para evitar mojarse mucho. El paraje que rodeaba la vivienda era de un verde intenso. Lleno de arbustos y malezas, árboles por doquier y mucha vegetación. Entraron a la casa donde solían juntarse cada jueves. Las paredes estaban pintadas con barniz, las ventanas eran pequeñas, por lo que la casa era muy oscura por dentro, incluso en los días de abundante sol. En la sala de estar habían unos sillones de cuero sintético cubiertos de grandes piezas de género, al medio había una mesita de centro y sobre ella una Biblia y un par de revistas. A algunos pasos de distancia estaba la chimenea de piedra y a un costado la mesa del comedor.
- Voy a prender la chimenea ¿Quieres algo, un té o un café? -Preguntó el hombre.
- Si no le molesta quisiera tomar té. Tengo frío.
- Ok. Si quieres anda a buscar una toalla al baño para que te seques. Y no me trates de usted. Dime Rolando.
Luis caminó por el pasillo de la casa y entró al baño. Tomó la toalla y se secó la cara y el pelo. Vio que sobre el lavamanos había una crema de afeitar, dentífrico y sólo un cepillo de dientes. Se miró en el espejo y sintió lástima por el mismo y así estuvo algunos minutos. Salió silenciosamente y se dirigió al living.
Ahí estaba el hombre contemplando la lluvia por la ventana, la chimenea ya estaba expeliendo calor y el exquisito aroma de la leña en combustión.
- Toma asiento, Luis. Voy a buscar el té.
Luis no respondió y se sentó. A los pocos minutos apareció el amable hombre con una bandeja con dos tazones, algunos panes y queso. El joven hambriento devoró cuatro panes y dos tazas de té, mientras el hombre lo miraba con un gesto muy parecido a la ternura.
- ¿Cómo va todo en casa? –preguntó amablemente Rolando.
- Todo bien. Mi mamá y mi hermana chica están un poco resfriadas, pero nada serio.
- ¿Cómo te ha ido en el liceo?
- Bien, con hartas pruebas.
- Me imagino que has estudiado.
- Sí. Todos los días estudio dos horas. Como le prometí a usted.
- Dale con el usted. Dime Rolando –inquirió nuevamente- ¿Cómo estás de plata? ¿Necesitas algo?
- No, muchas gracias. Estamos bien en la casa.
- Bueno, si necesitas algo ya sabes que puedes contar conmigo.
- Gracias.
Rolando lo miró por un buen rato, observaba cada uno de sus gestos, le atraía la juventud de su tez. Incluso se podría decir que lo envidiaba de cierta forma.
- Eres hermoso, Luis ¿Lo sabías? –Luis se puso incómodo y nervioso- No tienes de qué preocuparte, no te pongas incómodo. Estamos en confianza.
Rolando tomó con su mano derecha el mentón de Luis, lo miró por algunos segundos, se acercó a su rostro y besó sus labios con pasión, con lujuria, con amor y desespero. Luis le correspondió tardía y tibiamente. Besó su cuello, mordió sus orejas y acarició su pecho y el bulto que había en su entrepierna.
- Esta vez quiero que tú me penetres primero –dijo Rolando con voz lasciva.
- Como quiera.
- Vamos a mi pieza para estar cómodos.
Luis fue el primero en entrar a la habitación. Rolando lo abrazó por la espalda y nuevamente comenzó a acariciarle. El muchacho se giró, miró intensamente a aquel hombre y se sacó su carcomido chaleco. Rolando le desabotonó la camisa y lo observó detenidamente. El cuerpo de aquel joven era su perdición, y él lo sabía. Luis lo miró con el fuego verde de sus ojos, dejando de lado todo su pudor y asió la nuca de Rolando y lo besó con fuerza. Ambos quedaron desnudos y comenzaron la coreografía de un amor imposible.
Fueron casi dos horas de pasión y sexo. Dos hombres compartiendo el banquete íntimo de los placeres carnales. Tal como lo habían hecho todos los jueves desde hace cuatro años.

El viaje de retorno a la ciudad fue más silencioso que el de salida. No hubo conversación ni lluvia. Sólo las luces de la ciudad como fondo de una acuarela de perversión.
Al cabo de unos veinte minutos llegaron a la humilde casucha donde vivía Luis.
- Sabes que no le puedes hablar de esto a nadie –dijo Rolando.
- No se preocupe. Esto queda entre los dos.
- Está bien. Recuerda estudiar y esforzarte en tus deberes. No quiero que nadie sospeche nada ¿Entendido?
- No se preocupe.
- Cuídate ¿Nos vemos el domingo?
- Sí. El domingo nos vemos.
- Invita a tu mamá.
- Ok.
Justo cuando Luis se aprestaba a bajarse de la furgoneta sale su madre de la casa. Mira al hombre de la camioneta y se pone muy feliz de verlo y le saluda con la mano con mucho entusiasmo. Lo mismo hace Rolando y se va.
- Me tenías preocupada, hijo. Hace mucho frío.
- No te preocupes, mamá. Tu sabes qué hago cada jueves.
- Lo sé hijo. No sabes cuán orgullosa me siento de tí. No eres como los otros niños. La juventud ya no está interesada en las cosas del Señor. Estoy tan agradecida de Dios por habernos enviado al padre Rolando. Es nuestro ángel, un ángel enviado por Dios.
Luis caminó sin decir nada ¿Qué podía decirle a su madre?

martes, 8 de abril de 2008

... de libre asociación...


Estoy dentro de una película y como todas, tiene su final. El guión está escrito y mi actuar está barnizado de inocencia y desconocimiento. Soy el jovencito de esta película, también el malo, pero al parecer no soy el tipo que muere a los cinco minutos.
Sí, sé que soy el protagonista y el antagonista, soy el extra y el doble de riesgo, el que hace las escenas tristes, de acción, de amor, sexo y romance, el de la escenografía y
la iluminación, co productor, etcétera. Soy todo eso, menos el director, tampoco soy el espectador.
¿Quién es el puto de mierda que me dirige? ¿Quién es el morboso espectador?
Maldita sea, si de esa forma no puedo describir el destino ¿Cómo mierda lo puedo hacer?
Sé que voy a encontrar partidiarios y detractores, que en el fondo son únicamente relleno para acaloradas discusiones con o sin copete. Porque ¿quién puede rebatir o confirmar la mierda que estoy pensando en este momento?
No quiero escuchar de fe, ni de creencias metafísicas. Sólo quiero que cada uno viva su realidad y me deje vivir con la mía. Porque el después de esta
vida es un océano de especulaciones baratas y convenientes como el pensar en la posibilidad de un segundo tiempo favorable, pero ¿cuál es el fin de prolongar nuestras vidas y proyectarnos de manera etérea o espiritual? ¿De qué forma estamos contemplados en algún plan divino? Sí, soy un espíritu o un alma, llámala como quieras o corrígeme, si es que en esta verdad tan subjetiva existe realmente una verdad. Pero eso no quiere decir que por sólo tener almas o espíritus tenemos el derecho de mantener vigentes nuestras vidas y seguir cometiendo los mismos errores. Y no es el alma la que nos condena, sino la maldita conciencia. Esa misma conciencia que nos dice que los perros o las aves no tienen almas, o que las hormigas deben morir por millones, o quien debe vivir o morir, o quien debe nacer o no, y es la misma conciencia que te engaña diciendo: “Sí, después de esta vida hay otra, libre de pecados, dolor, transgresiones y mucho más hermosa. Voy a fluir como el agua en las vertientes”.
Hay gente por ahí que dice que somos capaces de controlar nuestros destinos, yo les digo a ellos que Matrix es sólo una película. También les digo que si ni siquiera pudimos decidir dónde o cómo nacer, y lo
más importante “si queríamos venir al mundo” ¿Qué mierda les hace creer que tienen el poder de modificar y moldear sus destinos?
Llámenme derrotista, llámenme páramo de ideas innovadoras, díganme lo que quieran y les responderé: Todo esto que escribí, lo escribí por que YO quise, pero sabiendo que tengo tanta injerencia en mi desenlace como en la rotación de la tierra o en la salida del sol y en su ocaso. No soy derrotista, y el discursito
simple ese de “tu eres el que ve el vaso medio vacío, yo lo veo medio lleno” me lo paso por la reverenda raja. Yo sólo veo el vaso medio y punto y los eufemismos los piso como quiero y los mando a pasear junto con mis desperdicios orgánicos.
Somos seres
que vivimos del pasado, porque el presente muere cuando dejes de leer esta línea y el futuro, todo oscuro y engañoso. Nunca sabremos si éste depende de nuestras acciones y las reacciones del entorno respecto a éstas.
No te digo
esto para que lo creas, te lo digo simplemente porque hoy me levanté con ganas de escribir sin proponerme un tema que tratar, sólo me senté frente al frío e inerte monitor Samsung y le di vida a esta idea que me desborda de forma inconciente. Ejercicio de libre asociación le llaman los expertos e inexpertos.
Como dijo Nietzsche: Los hechos no existen, sólo las interpretaciones (esto acerca de la verdad o la mentira en el sentido extramoral).

Hermano lector, me habría encantado que sólo hubieses leído las palabras blancas.

martes, 1 de abril de 2008

Frente a frente


Y ahí está nuevamente, conminándome a observar su patética forma. Su frente y el entrecejo exponen profundas arrugas que endurecen su aspecto. Los flancos de su cara también están deteriorados. "Líneas de expresión" decía; "sin expresión no somos nada", le escuché argumentar miles de veces. Ahora parece arrepentirse de esas expresiones. Con un dedo estira la comisura de sus labios y, de reojo, ve como uno de sus molares evidencia una negrura interna que es una carie bastante avanzada. He visto pelo por pelo cómo su calva toma una graciosa forma. Sus ojos ya no tienen ese brillo al que estaba acostumbrado. Sus hombros están caídos, y sus pectorales y abdominales que alguna vez parecían tallados en madera, ahora son fofos ejemplos de la mala alimentación, la vida sedentaria y los años. Acaricia su barba de la mañana con la palma de la mano, luego con el dorso de ésta. Hay muchísimos pelos blancos. En su mano izquierda falta el dedo meñique. A mi me falta el mismo dedo en la mano derecha. Afortunadamente soy zurdo, y el diestro.
Cada día el ritual es exactamente el mismo. Pocas veces se producen modificaciones.
Aparece frente a mí, me muestra su tristeza por largos minutos, abre la llave del agua caliente, se moja la cara, esparce crema de afeitar y cuidadosamente se rasura. Enjuaga prolijamente los restos de espuma de su cara y lava sus dientes. Me muestra sus prominentes entradas y se peina de tal forma que pueda disimularlas. Yo hago exactamente lo mismo. Día a día.
Es triste ver la decadencia del ser humano, apreciar el envejecimiento.
Recuerdo que, cuando niños, saltábamos frente a frente para poder mirarnos. Era una sincronía espectacular. Observé cómo el niño creció y se transformó en adolescente, fui testigo de su desarrollo, pude ver las primeras pelusas que salieron en sus axilas y en su pubis. Contemplé su despertar sexual.
Lo vi reír y reí con él, lo vi llorar y lloré con él. Presencié su matamorfosis de niño alegre, al adolescente entusiasta; de adulto joven emprendedor colmado de ideas e ilusiones, al hombre roído y amargado que es ahora. Y lo lamento.
"Puta que estai viejo, hueón" le escucho decirme repetidamente.

Ese es todo el contacto que tengo con este hombre ¿Qué hace antes o después de exponerse ante mí? No lo sé. Su vida es todo un misterio. Mi vida, otro enigma absolutamente oscuro.
Quisiera saber qué hace este sujeto cuando no lo veo.
Y si yo me introduzco en su mundo ¿Ya no se pararía frente a mí a mirarme con cara de imbécil? ¿Lograré obtener las respuestas a mi propia existencia?
Deseo atravesar el pórtico. Necesito descubrir el código, el secreto; la llave de entrada y de salida por si todo fuera peor que acá. Sé que de forma física es imposible hacerlo. No puedo abrirme paso mediante el puño. Esa estúpida idea es completamente inviable.
¿Qué es lo que me une a este individuo? No lo sé. Pero algo en mi interior me dice que nuestra relación es como el cielo en el agua.
Somos parecidos, sí. Muy parecidos. A veces creo -a riesgo de parecer un loco- que somos la misma persona. Y confieso que caería en esa estupidez si no fuera tan observador y me diera cuenta que yo soy zurdo y el es diestro. Que su pelo está siempre peinado hacia el otro lado.
Es una odiosa evidencia que me imite. Me imita con una maligna y milimétrica precisión.
Pero ya descubrí la diferencia, es él quien carga con los defectos. Su cara está ajada por los años. Su pelo ha perdido el brillo y el volumen. Su mirar es como el de un perro herido. Lastimero y patético. Le hablo, le grito. Aunque al parecer no nos escuchamos. Sólo queda el eco interminable de mis gritos en las paredes de la pequeña, blanca y fría habitación.
Muchas veces lo miro sostenidamente. Le obligo a hacer cosas, ridículas muecas. Quiero saber hasta qué punto llegará.
Muchas veces cierro mis ojos y los abro repentinamente para ver si lo sorprendo haciendo otra cosa, para ver si lo descubro en su engaño. Pero no. Ahí está mirándome tan fijo como yo a él. Con una tristeza negra ciñiéndole el rostro, sufriendo su debacle y decayendo en la mortalidad de su escencia.
Quisiera degollarlo. Ahogarlo en su sangre. Mutilar su respiración. Acabar rápidamente con su miseria. Verlo caer bañado en su espeso fluido rojo. Mirándome con cara de sorpresa. Esa cara que la gente pone cuando sabe que está muriendo pero no puede creer que le esté sucediendo.
Ver su sangre caer como catarata desde su boca y su garganta ahogando un agónico grito, galopando sobre su pecho, sus manos y brazos con la urgencia de llegar pronto al suelo, dejando en las pálidas baldosas el fragmento de una pintura abstracta que trata acerca de la tragedia de la existencia.
¿Cómo atravesar esa helada y rígida barrera? Y si pudiera hacerlo ¿Dejaré de estar en este mundo y sumaría un nuevo ser al otro?
¿De qué parte del espejo estoy? ¿Soy la persona pensante frente al espejo o sólo el reflejo de ésta?