Mi amada mujer ya no está, ellos se la llevaron para siempre. Hoy se cumplen tres meses y aún no puedo aceptar el hecho de que jamás volveré a ver su hermosa sonrisa ni me entregaré al onírico embrujo de sus brazos. Todas las noches sueño las inolvidables jornadas de amor cuando el aroma de nuestro sexo nos inundaba con pasión todos los sentidos hasta ahogarlos y hacerlos livianos en placeres que culminaban en un abrazo ardiente mientras que sus febriles labios me dedicaban un “te amo” en los míos al mismo tiempo que “Los Jaivas” actuaban para nosotros desde el tocadiscos. Aún está en mí la sedosidad sensual de su vientre frotándose contra el mío junto con el calor afrodisíaco que habitaba entre sus piernas. Era bella, una princesa fuera de contexto temporal y geográfico, era mi amor.
Su dolorosa ausencia es similar a la amputación de una extremidad, que aún, a pesar de los años se siente y a veces pica. Similar a ese picor es como todavía siento el peso de su cabeza en mi pecho mientras dormía, y yo, en intermitentes desvelos rogaba que nunca se moviera de ahí y que sus pies fríos buscaran el calor en los míos. Su desnudo andar por la habitación es un fantasma en mis despertares y los infinitos lunares en su blanca piel es el dibujo que nunca pude terminar.
Su vida, sus ideales, la intensidad de su ser al mantener –a riesgo de todo- la idea que nuestro suelo es tierra fértil para hombres libres y trabajadores me hacían amarla con locura, por su lucha, por sus convicciones, por su pasión.
Yo la amaba. Como nunca había amado a nadie. Aún lo hago. Pero ellos me la arrebataron.
Hace poco más de tres meses que la ciudad no es como la recuerdo, y es raro. El asfalto agrietado crea lagos en miniatura que adornan la calle Centenario, célebre por sus antiguas edificaciones resistentes al paso de los años.
Hace frío y el silencio de agravio, persecución y muerte incrementa el sentimiento de impotencia por el pasado ya inexistente que vuelve a mí de tanto en tanto, y que ahora es parte de la tortuosa vida cotidiana que me atormenta.
A lo lejos escucho pequeñas explosiones que se mezclan con gritos y me recuerdo de los años nuevos, cuando las tiras de petardos explosaban festivos y los gritos eran de felicidad. Tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac, suenan a lo lejos.
Luces intermitentes suben al negro cielo y me escondo bajo una vieja renoleta. Siento terror y frío. Persisten los gritos a la distancia y veo los pies de algunos que corren apresurados, desesperados a resguardarse del peligro del asesinato sin justicia.
Cada vez que escucho las detonaciones me estremezco así que me tapo los oídos y cierro con fuerza mis ojos en una inocente forma de evadirme de la realidad y me devuelvo al tiempo en que todo iba a ser mejor. Mejor para nosotros, no para ellos.
Los estruendos se acercan por la estrecha, oscura y solitaria calle principal, vienen desde el mar para conquistar las planicies y los cerros y, así, arrebatarnos lo único sagrado que tuvimos, tenemos y tendremos: la libertad.
Esta es la última lluvia del año, la “mata pajaritos”. El grupo de asesinos a sueldo está a muy pocos metros de mí, y su líder les ordena a viva voz revisar bajo los vehículos, detrás de la arboleda y hasta en las sombras para exterminar la plaga de indeseables.
Estoy perdido, sin embargo salgo de mi escondite y corro, corro hacia el mar y tengo la certeza que esta será la última vez que la lluvia mojará mis ropas y mi cuerpo, porque los criminales se tomaron el poder, robaron la libertad y la vida a miles de inocentes compatriotas, porque las balas de mis cobardes asesinos son incontables y nunca volaron tan rápido, porque violé el toque de queda y el capitán gritó: Maten a ese conchesumadre. Por que la metralla grita furiosa y vengativa tras de mi tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac.
Porque vivo en Chile y hoy es 15 de diciembre del año 1973.
Espérame Camila, alcancé a gritar cuando mi correr se transformó en vuelo, en un vuelo alto para reunirme con mi compañera, con mi mejor amiga. Con mi amada. Con la Camila.
Su dolorosa ausencia es similar a la amputación de una extremidad, que aún, a pesar de los años se siente y a veces pica. Similar a ese picor es como todavía siento el peso de su cabeza en mi pecho mientras dormía, y yo, en intermitentes desvelos rogaba que nunca se moviera de ahí y que sus pies fríos buscaran el calor en los míos. Su desnudo andar por la habitación es un fantasma en mis despertares y los infinitos lunares en su blanca piel es el dibujo que nunca pude terminar.
Su vida, sus ideales, la intensidad de su ser al mantener –a riesgo de todo- la idea que nuestro suelo es tierra fértil para hombres libres y trabajadores me hacían amarla con locura, por su lucha, por sus convicciones, por su pasión.
Yo la amaba. Como nunca había amado a nadie. Aún lo hago. Pero ellos me la arrebataron.
Hace poco más de tres meses que la ciudad no es como la recuerdo, y es raro. El asfalto agrietado crea lagos en miniatura que adornan la calle Centenario, célebre por sus antiguas edificaciones resistentes al paso de los años.
Hace frío y el silencio de agravio, persecución y muerte incrementa el sentimiento de impotencia por el pasado ya inexistente que vuelve a mí de tanto en tanto, y que ahora es parte de la tortuosa vida cotidiana que me atormenta.
A lo lejos escucho pequeñas explosiones que se mezclan con gritos y me recuerdo de los años nuevos, cuando las tiras de petardos explosaban festivos y los gritos eran de felicidad. Tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac, suenan a lo lejos.
Luces intermitentes suben al negro cielo y me escondo bajo una vieja renoleta. Siento terror y frío. Persisten los gritos a la distancia y veo los pies de algunos que corren apresurados, desesperados a resguardarse del peligro del asesinato sin justicia.
Cada vez que escucho las detonaciones me estremezco así que me tapo los oídos y cierro con fuerza mis ojos en una inocente forma de evadirme de la realidad y me devuelvo al tiempo en que todo iba a ser mejor. Mejor para nosotros, no para ellos.
Los estruendos se acercan por la estrecha, oscura y solitaria calle principal, vienen desde el mar para conquistar las planicies y los cerros y, así, arrebatarnos lo único sagrado que tuvimos, tenemos y tendremos: la libertad.
Esta es la última lluvia del año, la “mata pajaritos”. El grupo de asesinos a sueldo está a muy pocos metros de mí, y su líder les ordena a viva voz revisar bajo los vehículos, detrás de la arboleda y hasta en las sombras para exterminar la plaga de indeseables.
Estoy perdido, sin embargo salgo de mi escondite y corro, corro hacia el mar y tengo la certeza que esta será la última vez que la lluvia mojará mis ropas y mi cuerpo, porque los criminales se tomaron el poder, robaron la libertad y la vida a miles de inocentes compatriotas, porque las balas de mis cobardes asesinos son incontables y nunca volaron tan rápido, porque violé el toque de queda y el capitán gritó: Maten a ese conchesumadre. Por que la metralla grita furiosa y vengativa tras de mi tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac.
Porque vivo en Chile y hoy es 15 de diciembre del año 1973.
Espérame Camila, alcancé a gritar cuando mi correr se transformó en vuelo, en un vuelo alto para reunirme con mi compañera, con mi mejor amiga. Con mi amada. Con la Camila.
4 comentarios:
Brígido el cuento o historia... pero lo que más me hace pensar es que eso ocurrió realmente en nuestras propias calles.
Con respecto a la entrada en sí, quiero pensar que el sujeto burló el toque de queda porque deseaba estar con su amada, y la única manera de hacerlo era muriendo de la misma forma que ella.
Que extraño es leer la historia y asumirla como tal, darse cuenta que forma parte de lo que somos,de nuestra propia construccion.
Si , concuerdo en lo que dices de que trataron de quitarnos la libertad, pero a mi parecer, no lo lograron. Es muy distinto que te aten las manos a que hagan lo mismo con la Razon.
Adios
que pena me dio...creo que casi lloro...me pero esa sensación me dio...la soledad, una extremidad amputada, a falta de libertad...de la sociedad...de tantas y otras cosas que dan tanta impotencia nombrar y recordar..
saludos
hmmmmmmm...asi fue, asi es.....
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