En la madrugada del 20 de agosto del año 1988 recibimos en mi casa un llamado telefónico. Mi madre nos informaba que su padre, mi abuelo, había fallecido. Luego de una larga y triste enfermedad ese hombre, ese anciano, había pasado a la otra vida. Hubiese querido ponerle tres monedas en cada ojo para que tuviera el dinero suficiente para pagarle a Caronte para cruzar el Estigia. No era muy complicado conseguirlas, pero de verdad no me daba la gana hacerlo. “Qué pésimo nieto eres” deben estar pensando mientras leen. Pero no es tan así. Se los aseguro.
Nuestra niñera nos consolaba a mí y a mi hermano, pero yo no quería consuelo, sólo quería que dejara de acariciarme y de decirme que mi abuelo estaba mejor ahora, que estaba descansando y esas cosas que se dicen cuando muere un ser amado. Sólo quería que dejara de hablarme para poder proseguir con mi sueño.
Nuestra niñera nos consolaba a mí y a mi hermano, pero yo no quería consuelo, sólo quería que dejara de acariciarme y de decirme que mi abuelo estaba mejor ahora, que estaba descansando y esas cosas que se dicen cuando muere un ser amado. Sólo quería que dejara de hablarme para poder proseguir con mi sueño.
Al año siguiente murió un bombero muy conocido. Ya era 1990 y habían pasado cuatro años de la muerte de mi abuelo y quería ir al cementerio para medir mi valor y mis emociones. También estaba la curiosidad insaciable de un niño por descubrir los tres motivos por los cuales me llamaban la atención los bomberos:
- Trabajan como voluntarios, o sea no les pagan.
- Cuando mueren, sus funerales los realizan de noche.
Esa noche no pude resolver mis dudas así que hace poco me decidí a hablar con un amigo que es sicólogo o sociólogo me explicó el porqué de estos factores y me los resumío en seis puntos.
- Son pirómanos frustrados. Es como si se le pagara a un marihuanero por ir a una quema de yerba decomisada. Les estarían haciendo un favor.
- Son morbosos. Les encanta ir a accidentes vehiculares, ver los cuerpos reventados. Sacarles fotos mostrárselas a todos sus amigos y agrandar la historia para provocar el shock en cada convivencia o reunión social.
- Estos tres motivos son una vergüenza, por eso esperan la oscuridad de la noche para meterlos bajo tierra.
La curiosidad me llevó a seguir el cortejo fúnebre de este abnegado (¿?) funcionario y llegar al campo santo cuando la penumbra reinaba y los seres del averno salen a pasear y estirar sus rígidas extremidades.
El funeral estuvo emotivo pero también aburrido, así que sin meditarlo mucho me hice el valor para realizar un paseo nocturno por el cementerio. El itinerario se dividía en tres partes: La tumba de mi amigo de infancia y el nicho de Segundo Ahumada, mi abuelo.
Después de haber estado un rato mirando estúpidamente la tumba de mi amigo Andrés (digo estúpidamente porque pensé que mi emotividad iba a dar pie a un diálogo con un montón de huesos y cenizas), me dirigí directamente al nicho donde estaban los restos de mi “querido” abuelo. La noche estaba heladísima.
Les juro que con cada paso que daba mi determinación iba desapareciendo. A los cinco minutos de caminata cualquier indicio de valor que hube tenido se había extinguido.
Cuando llegué al nicho repasé con milimétrica precisión el velatorio ocurrido hace cinco años atrás. Mi memoria dio vueltas y volví a sentir esa amargura que me hizo derramar lágrimas ante la muerte de ese desalmado anciano. Impotencia, rencor, dolor, tristeza, ira y lástima; siete emociones que hasta el día de hoy me marean. También recordé los tres motivos que me hicieron llorar esa jornada:
- Lloré por no haber tenido el valor suficiente para decirle lo que pensaba de él cuando estaba vivo.
- Lloré porque nunca entendí la razón de su desprecio hacia mi persona.
- Lloré por el eterno vejamen de un hombre viejo hacia un niño que no tenía idea de lo bueno o lo malo.
- Lloré porque cada vez que mi madre me obligaba a visitarlo en vez de decirme “hola” me decía “ya llegó la niñita”.
En ese momento de triste reflexión y con un temor por lo sobrenatural es que ocurrió lo esperadamente inesperado: Alguien estaba detrás de mí y hedía a miles de cadáveres. No voy a negar que me oriné en el acto, incluso puedo reconocer que casi me cago.
Me di vueltas con mi pantalón mojado que ya empezaba a ponerse frío y ahí estaba mi abuelo. Lo que presencié es digno de una pelicula gore. Con su mano izquierda sostenía su brazo derecho desde el hombro, como dos brazos en uno, le faltaba un ojo que lo sostenía firmemente con su mano que tenía desocupada y que llegaba hasta el suelo y de su cuenca ocular salía una gran lombriz cuya cola asomaba por la boca que no tenía el maxilar inferior.
Me quedé paralizado al ver a mi abuelo zombie mutilado por la mortalidad. Todo se veía como en cámara lenta y logré ver sobre su hombro cómo el cortejo fúnebre se retiraba del cementerio.
Cuando nuevamente posé la mirada en el muerto viviente ya había acomodado su brazo derecho en su lugar y hurgaba en el bolsillo de su vestón hecho a medida para encontrar el mentón y toda su corrida de dientes y molares para poder encajarlo nuevamente en su cráneo.
Me armé de valor y le pregunté con un grito de temor y angustia, casi como enfrentándome al mismísimo Belcebú.
- ¡¿Por qué nunca me quisiste viejo de mierda?! ¿Te acuerdas de mis hermanos? María y Enrique… a ellos siempre los quisiste… tu cariño escaso siempre fue para ellos tres, nunca para mí. Reclamé teniendo siempre presente que si no me apuraba iba a quedarme toda la noche en ese terreno de los muertos
- Mira niñita –me dijo modulando monstruosamente- Siempre te odié porque…
No alcanzó a decir más porque su maxilar cayó nuevamente al suelo y cuando se agachó a recogerlo me hice de valor y corrí, corrí con toda mi fuerza y veía con impotencia como salían los últimos parroquianos del recinto. “Espérenme… no se vayan… no cierren, por favor”, grité como una verdadera niñita.
En eso escucho una voz de ultratumba que resonó en todo el cementerio: “Pendejo de mierda, ¿Sabes por qué siempre te odié? Porque detesto a la gente que no sabe contar”.
Cuando llegué al nicho repasé con milimétrica precisión el velatorio ocurrido hace cinco años atrás. Mi memoria dio vueltas y volví a sentir esa amargura que me hizo derramar lágrimas ante la muerte de ese desalmado anciano. Impotencia, rencor, dolor, tristeza, ira y lástima; siete emociones que hasta el día de hoy me marean. También recordé los tres motivos que me hicieron llorar esa jornada:
- Lloré por no haber tenido el valor suficiente para decirle lo que pensaba de él cuando estaba vivo.
- Lloré porque nunca entendí la razón de su desprecio hacia mi persona.
- Lloré por el eterno vejamen de un hombre viejo hacia un niño que no tenía idea de lo bueno o lo malo.
- Lloré porque cada vez que mi madre me obligaba a visitarlo en vez de decirme “hola” me decía “ya llegó la niñita”.
En ese momento de triste reflexión y con un temor por lo sobrenatural es que ocurrió lo esperadamente inesperado: Alguien estaba detrás de mí y hedía a miles de cadáveres. No voy a negar que me oriné en el acto, incluso puedo reconocer que casi me cago.
Me di vueltas con mi pantalón mojado que ya empezaba a ponerse frío y ahí estaba mi abuelo. Lo que presencié es digno de una pelicula gore. Con su mano izquierda sostenía su brazo derecho desde el hombro, como dos brazos en uno, le faltaba un ojo que lo sostenía firmemente con su mano que tenía desocupada y que llegaba hasta el suelo y de su cuenca ocular salía una gran lombriz cuya cola asomaba por la boca que no tenía el maxilar inferior.
Me quedé paralizado al ver a mi abuelo zombie mutilado por la mortalidad. Todo se veía como en cámara lenta y logré ver sobre su hombro cómo el cortejo fúnebre se retiraba del cementerio.
Cuando nuevamente posé la mirada en el muerto viviente ya había acomodado su brazo derecho en su lugar y hurgaba en el bolsillo de su vestón hecho a medida para encontrar el mentón y toda su corrida de dientes y molares para poder encajarlo nuevamente en su cráneo.
Me armé de valor y le pregunté con un grito de temor y angustia, casi como enfrentándome al mismísimo Belcebú.
- ¡¿Por qué nunca me quisiste viejo de mierda?! ¿Te acuerdas de mis hermanos? María y Enrique… a ellos siempre los quisiste… tu cariño escaso siempre fue para ellos tres, nunca para mí. Reclamé teniendo siempre presente que si no me apuraba iba a quedarme toda la noche en ese terreno de los muertos
- Mira niñita –me dijo modulando monstruosamente- Siempre te odié porque…
No alcanzó a decir más porque su maxilar cayó nuevamente al suelo y cuando se agachó a recogerlo me hice de valor y corrí, corrí con toda mi fuerza y veía con impotencia como salían los últimos parroquianos del recinto. “Espérenme… no se vayan… no cierren, por favor”, grité como una verdadera niñita.
En eso escucho una voz de ultratumba que resonó en todo el cementerio: “Pendejo de mierda, ¿Sabes por qué siempre te odié? Porque detesto a la gente que no sabe contar”.
Menos mal que cuando llegué a la puerta todavía había un par de viejas fumando antes de subirse al minibus. Por suerte.