jueves, 17 de julio de 2008

La venganza

Quien pueda amar, también puede odiar. Ese es mi postulado. O sea, sin dios no hay demonio o algo parecido. En mi caso puedo decir que aprendí a odiar antes que a amar.

Al frente de mi casa vive un tipo. Es un croata que huyó de las múltiples guerras que deformaron su país. Es alto, corpulento, mal educado, desagradable, sin respeto y violento. Cuando yo era niño me hizo pasar infinidades de sustos. Me amenazó con pegarme; más de alguna vez me tomó del pecho y me sacudió con fuerza. Lo odio, siempre lo he hecho. Pero esta noche he de concretar mi venganza.
Mi casa tiene dos pisos, en el segundo nivel está mi habitación, tiene un ventanal en el frontis y una ventana más pequeña en su lado izquierdo. Esa tenía una hermosa vista al mar que lamentablemente fue tapada por un condominio de departamentos. La otra da directo a la casa de ese imbécil y ahí estoy parado tras la cortina observando cada uno de sus movimientos. Está sentado solo en una mesa bebiendo café y comiendo pan. Nadie lo acompaña, porque todos lo odian.
Bajo corriendo las escaleras y tomo un rifle que descansaba en el costado de la biblioteca. Mi casa luce muy extraña. Es mi casa, puede ser que la iluminación o el reacomodo de algunos muebles me provoquen esa sensación. Me dirijo raudo hacia el patio trasero, tomo una buena posición en decúbito abdominal y apunto. Los nervios no dejan que la mirilla se fije en mi objetivo, así que me calmo y respiro hondo. Mantengo la respiración y aprieto el gatillo dando de lleno en un ventanal que cae en pedazos. El siguiente tiro da sobre la madera. El tercer y definitivo da directamente en el blanco: Un hermoso vitral traído de Croacia que por años adornó el pórtico y era orgullo de ese cobarde ogro.
Me levanto apresurado y agradecido de no haber herido a algún inocente que se cruzase en mi línea de fuego. Estúpidamente dejo el rifle tirado en el patio y entro a la casa y me dispongo a observar. La gente se reúne para ver el estado en que quedó la casa después del tiroteo. Mirko gritaba de furia “Voy a matar al hijo de puta que lo hizo” “Voy a quemar su casa”, bla bla blá. Una tonelada de estupideces que dice la gente cuando está iracunda. A pesar de mis nervios me sonrío con satisfacción.
Al cabo de un tiempo llega un hombre, toma del brazo al croata y lo mete nuevamente al ante jardín y los pierdo de vista. Para tener una mejor visión de lo que acontece, vuelvo a mi habitación y ocurre lo inesperado, el recién llegado apunta hacia mi casa y le informa que desde ahí salieron los disparos. Mi sonrisa desaparece completamente y mi rostro se desfigura de angustia. Quizás un dejo de aquel miedo que fue sembrado en mi infancia.
Mirko entra a su residencia y sale cargando un revólver, cruza la calle y abre la puerta de la reja y se desplaza con cuidado pegado al ala izquierda de mi hogar. Me cambio de ventana y no veo los edificios, pero sí puedo apreciar un negro mar que se ondula amenazante. El hombre se mueve lento y con cautela. Recuerdo que dejé el rifle tirado en el patio trasero y eso significa tres cosas:
Uno: Va a quedar en real evidencia de dónde salieron los tiros.
Segundo: Mirko quedará doblemente armado.
Tercero: Voy a morir.
Rápidamente abro el cajón de mi mesa de noche y tomo una afilada daga que estaba debajo de un libro. Nuevamente bajo las escaleras y espero que la oscuridad de la noche me acompañe. Esta vez salgo por el frente tratando de no hacer ningún ruido y atacar a mi adversario por la retaguardia. Me muevo cual sombra, más sigiloso y rápido que él.
Nunca se percató cuando le di alcance. Tenía el rifle en su mano y le escuché decir: “Voy a matar a todos en esta casa”.
Con mi mano izquierda lo tomo del pelo y paso mi mano derecha y la daga por sobre su hombro y cerceno su garganta. Suelta el revólver y el rifle. Con sus manos trata de contener la sangre que brota como catarata y escurre por su pecho hasta el suelo. Cae pesadamente sobre sus rodillas y lo empujo para que finalmente quede tendido en el piso.
Me acerco y escucho el sonido grotesco y gutural de su afán por mantener la vida. “¿Quién terminó cagado, imbécil?” le pregunto burlonamente. La respuesta es el mismo sonido de antes algo más intenso probablemente. Trata de asirse a mi pie y yo miro hacia el cielo negro inmutable. Al ver que su vida aún no se extinguía, tomé el rifle y comencé a propinarle furiosos culatazos en el cráneo mientras mi inexpresiva sonrisa se manchaba de sangre. Los huesos se desbarataron y la masa amarillenta de sus sesos por primera vez sintió el frío de la noche. Ningún pedazo de hueso quedó más grande que el tamaño de una uña.
Tomé el único ojo que quedó intacto y lo apunté hacia el cuerpo inerte. “¿Puedes ver lo que pasa si te metes conmigo?”, pregunté rebosante de sarcasmo. No hubo respuesta. Y ahí estuve algunos minutos mirando mi venganza, mi obra maestra.
No sentí asco ni arrepentimiento, sólo satisfacción. Pero esa sensación no duró mucho, porque a lo lejos escuché las sirenas de la policía y ahora debía huir. Corrí riendo con locura. Salté los muros que dividían las casas y pensé en llegar hasta un arenal que estaba en las proximidades y buscar un refugio en él. La sorpresa es enorme ya que no estoy corriendo por los cerros de arena a los que estaba acostumbrado, sino que corro sobre roca sólida y estoy a una altura enorme, pero aún así corro por mi libertad. Mi huida es frenética y la locura me amenaza porque hace unos minutos era de noche y ahora parece media tarde. La roca comienza desintegrarse bajo mis pies y mis pasos son cada vez más erráticos y es en eso que caigo a un enorme precipicio cuyo fondo no puedo distinguir con mis ojos. La fuerza de gravedad me solicita con una fuerza ridícula, como si de un momento a otro pesara miles de kilos, como si estuviera siendo succionado por un hoyo negro. El final se aproxima con rapidez espeluznante y ya puedo ver el fondo. Mi vida da sus últimos giros. Mi escasa cordura grita un prolongado NOOOOOOOOOOOOO.
.
Antes del golpe me veo sentado en mi cama, bañado en un sudor frío y respirando agitadamente.
Mi habitación está en penumbras, silencio y tranquilidad.
Prendo la luz de mi mesita de noche, abro el cajón y tomo un libro. Ahí nunca hubo una daga y en mi casa jamás existió un rifle.
Qué ironía -pienso mientras busco en el libro la página para continuar con mi lectura- este imbécil está durmiendo tan profundamente que debe haber dejado escapar un par de sonoros y malolientes pedos mientras yo aún sueño con mi venganza.

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