Mi hogar es un castillo hermoso cubierto con una verde enredadera y adornado con bellas flores. La vida ahí es apacible, un cristalino río protege su fachada y su agua genera una música hermosa. Por el día son vítores de grandeza y realeza, por la noche son cantos de sueños que cuentan la historia de las fértiles praderas que rodean el lujoso palacio.
Por las mañanas las aves cantan para despertarme y las sirvientas entran presurosas a atenderme en todas mis necesidades.
Nuestra opulencia es tanta que hacemos tres o cuatro festines por semana. Toda la nobleza danza el ritmo de los músicos de palacio. Todos bailan esperando a que haga ingreso al salón la princesa. Cuando entro, la música se torna suave y mis delicados pasos son acompañados por reverencias de hombres y mujeres. Mi belleza es deseada por hombres y envidiada por las mujeres. “Dios salve a la princesa”, me dice un viejo conde.
Mi amado príncipe se levanta de su trono a recibirme, toma suavemente mi mano y nos sentamos. La música vuelve a llenar la sala y los bailes continúan.
La guerra nos sobrevino como la peste negra. Sin esperarla se deja caer sobre nuestra querida tierra. Mi amante príncipe sale en campaña de guerra liderando a sus fieles súbditos. Charles jamás permitirá que el yugo extranjero se apodere de la apacibilidad de un reino construido en las bases del amor.
Aciaga noticia ha llegado a mi mano por carta. Charles, el amor de mi vida, poseedor de mi cuerpo, alma y corazón ha caído en combate. El tiempo entregará nuestra pacífica provincia a la dura mano invasora.
El negro sentimiento se apodera de mi alma y me entrego a los espíritus de la tierra. Les ofrendo animales en sacrificio y elevo plegarias a sus oscuros nombres.
“Bruja. Hechicera. Hereje” me gritan quienes antes me bendecían. “A la hoguera. Quemad la maldad” se oye decir entre la multitud. Lloro. Derramo lágrimas por lo perdido. Por la extinta paz, por la seca hermosura, por mi príncipe descomponiéndose en cenizas en un campo de batalla olvidado.
El fuego comienza a subir por el madero al cual estoy atada. El dolor es insoportable. Mi piel comienza a desprenderse y mis gritos se ahogan a medida que el fuego aumenta. Entre las llamas veo a mis verdugos, y los maldigo.
¡NO! ¡NOOOOOOOO!!!!! ¡Malditos vosotros y vuestra simiente! ¡Malditos vuestros hijos y vuestras tierras!
- Cuando diga diez va a despertar lentamente. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… … diez. Despierte. Está todo bien. Descanse en el diván y despéjese el rostro -dijo el flemático hombre al tiempo que le entregaba un pañuelo desechable a la mujer para que se sonara los mocos.
- Gracias doctor, ya me siento más tranquila- dijo la regordeta mujer mientras se incorporaba en la camilla y se secaba las lágrimas de su moreno rostro.
¿Por qué mierda nadie tiene una vida pasada normal? Todos fueron guerreros o reyes, todas hermosas princesas. ¿Acaso no existían peones, caballerizos, pordioseros, leprosos, maricones o aldeanas demacradas? Princesa se cree esta vieja fea.
Por las mañanas las aves cantan para despertarme y las sirvientas entran presurosas a atenderme en todas mis necesidades.
Nuestra opulencia es tanta que hacemos tres o cuatro festines por semana. Toda la nobleza danza el ritmo de los músicos de palacio. Todos bailan esperando a que haga ingreso al salón la princesa. Cuando entro, la música se torna suave y mis delicados pasos son acompañados por reverencias de hombres y mujeres. Mi belleza es deseada por hombres y envidiada por las mujeres. “Dios salve a la princesa”, me dice un viejo conde.
Mi amado príncipe se levanta de su trono a recibirme, toma suavemente mi mano y nos sentamos. La música vuelve a llenar la sala y los bailes continúan.
La guerra nos sobrevino como la peste negra. Sin esperarla se deja caer sobre nuestra querida tierra. Mi amante príncipe sale en campaña de guerra liderando a sus fieles súbditos. Charles jamás permitirá que el yugo extranjero se apodere de la apacibilidad de un reino construido en las bases del amor.
Aciaga noticia ha llegado a mi mano por carta. Charles, el amor de mi vida, poseedor de mi cuerpo, alma y corazón ha caído en combate. El tiempo entregará nuestra pacífica provincia a la dura mano invasora.
El negro sentimiento se apodera de mi alma y me entrego a los espíritus de la tierra. Les ofrendo animales en sacrificio y elevo plegarias a sus oscuros nombres.
“Bruja. Hechicera. Hereje” me gritan quienes antes me bendecían. “A la hoguera. Quemad la maldad” se oye decir entre la multitud. Lloro. Derramo lágrimas por lo perdido. Por la extinta paz, por la seca hermosura, por mi príncipe descomponiéndose en cenizas en un campo de batalla olvidado.
El fuego comienza a subir por el madero al cual estoy atada. El dolor es insoportable. Mi piel comienza a desprenderse y mis gritos se ahogan a medida que el fuego aumenta. Entre las llamas veo a mis verdugos, y los maldigo.
¡NO! ¡NOOOOOOOO!!!!! ¡Malditos vosotros y vuestra simiente! ¡Malditos vuestros hijos y vuestras tierras!
- Cuando diga diez va a despertar lentamente. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… … diez. Despierte. Está todo bien. Descanse en el diván y despéjese el rostro -dijo el flemático hombre al tiempo que le entregaba un pañuelo desechable a la mujer para que se sonara los mocos.
- Gracias doctor, ya me siento más tranquila- dijo la regordeta mujer mientras se incorporaba en la camilla y se secaba las lágrimas de su moreno rostro.
¿Por qué mierda nadie tiene una vida pasada normal? Todos fueron guerreros o reyes, todas hermosas princesas. ¿Acaso no existían peones, caballerizos, pordioseros, leprosos, maricones o aldeanas demacradas? Princesa se cree esta vieja fea.
Y así de clarita fue la reflexión del facultativo cuando la señora Rosa Jeria abandonó su consulta.
Ilustración: No sé, pero el tipo es seco