Oscuro. Silencio roto sólo por mi respiración que logra acaparar en mis pulmones un escaso y desgastado oxígeno. Es como despertar en mitad de la noche de una horrible pesadilla. En esos momentos no existe noción de tiempo o realidad, ninguna percepción.
Es en ese minuto en que se mezcla lo onírico con lo real. Es el minuto en que deseamos con desesperación que sólo haya sido un mal sueño. ¿Cuánto dura ese atemorizante momento? Me parece una eternidad. Dificultoso es convencerme de que algo malo me pueda suceder. Incluso en mis sueños.
¿Por qué me cuesta tanto? ¿Acaso fui bendecido por los dioses con el codiciado don de la vida eterna? Mi apego a la vida me hace dudar siempre de este acuerdo tácito que hice (¿de verdad lo hice?) con quien me arrojó a este planeta. Con esta vida.
De pronto hay luz. Fría.
Me invade el recuerdo de heladas mañanas encaminándome al colegio. La grave y persistente ansia de descubrir mi futuro. Futuro promisorio, frustrado, interrumpido y lacerado por el agudo látigo del destino. La brisa fresca de la mañana taladrando mi frente. Como un viento austral que se interna en mi mente, refrescando mi conciencia que a tan temprana edad hierve como una caldera.
Gente. Casi odio a la gente. Siento desprecio por sus malas costumbres, que espero nunca hacerlas mías. Me provoca náuseas sus expresiones de alegría, rabia, temor o pena. Debe ser que mi rostro está cubierto por una máscara de inexpresión tan grande y evidente como los mares. Trato de sonreír, pero la monstruosa mueca que se dibuja en mis labios es tan ambigua como la de la Gioconda.
Oscuro nuevamente ¿Qué es esto? ¿Qué me sucede? ¡Quiero despertar! Quiero volver a la vida que hace algunas horas despreciaba. Quiero volver a la vida que quise apagar tantas veces.
Hay ciertas patologías sicológicas que explican el fenómeno de ansiedad. Crisis de pánico. Trastorno del pánico. “Enfermedades” que hacen creer a quien las sufre, que está a punto de morir. Hace que el afectado llegue a un grado de desesperación tan grande que algo tan simple e involuntario como respirar, se torne en una complicada tarea.
¿Alguna vez sufrí eso?
No lo recuerdo. ¿Como recordarlo? Mi mente oscila peligrosamente entre la cordura y la locura.
Viene a mi memoria la calidez de mi madre, los dos fundiéndonos en un caluroso y sofocante abrazo antes de dormir.
Ella siendo la única mujer que he amado realmente. Yo, el único hombre que amará mientras en ella exista vida.
Las manos callosas de mi padre enseñándome la fuerza que debería conjurar cuando creciera. Esa fuerza que más que física, va por lo emocional. Inquebrantable ante las penurias.
No sé qué es de ellos.
¿Cómo saberlo si no sé cuánto tiempo he dormido? ¿Cómo si al despertar de una pesadilla no existe noción de nada?
Pero ya me doy cuenta. Sólo dormí. Sólo eso. Pero desperté. ¿Dónde? No lo sé. No veo. ¿Estaré ciego? Es una oscuridad tan densa que aún no logro saber si mis ojos están abiertos o cerrados. Para mi desventura no puedo moverme. Estoy como paralizado. Soy una estatua con pulso. Escucho el latir de mi corazón. Mi desesperación lo hace audible.
El jugueteo de la adolescencia intrínseco de las tiernas edades. La ilusión de un primer amor.
Su cuerpo blanco. Sedoso. Su piel. Su carne. Su primera experiencia. Conmigo. Mis ojos se sacian de su cuerpo trémolo y desnudo. Quiero verla, conocerla completamente. Contar cada uno de sus lunares. Fijar constelaciones en el firmamento lunar de su cuerpo. Una singular ruta galáctica del placer.
Sus sabores. Sus olores. Ahora que logro recordarlos, no puedo olvidarlos.
Me quedo. Me quedo.
Me quedo en su suave muslo. Lo abrazo con toda mi fuerza. Jugueteo entre sus piernas. Jugueteo en su entrepierna. ¿Sueños premonitorios o recuerdos de una juventud regocijante?
No soy capaz de incorporarme aún. Mi mente divaga por pasillos oscuros y olvidados de mi memoria.
El aire se hace cada vez más escaso. Parece que la interrogante se hace afirmativa cada vez que me la formulo. ¿Estaré muriendo?
Mis hijos. Amor incomprensible de unas criaturas que sin saber leer conocen cabalmente el significado del amor. Ese es el real amor. El amor que no se explica. Ese que se abraza con la fuerza de la vida. El que no se cuestiona. El que se da y recibe sin las ataduras de un compromiso tortuoso y planificado.
Una lágrima cae. Recorre mi rostro dejando una cálida estela de emoción y recuerdos. Sus juegos. Su esperanza de ser comprendidos por ese hombre fuerte, ese hombre grande, ese hombre que trabaja, ese hombre tan niño como ellos. Yo.
¿Cómo habiendo tantos hombres fijaron su cariño en mí?
Sin una consciencia clara, me enseñaron la difícil y minuciosa descripción de esa tan esquiva palabra. Ellos tienen mi legado. Ellos son mi legado. Un legado subjetivo. Ese que se puede convertir en pesada carga
¿Llevarán consigo mi sombra? Y si es así ¿lo harán con orgullo o la ocultarán como una desagradable cicatriz de estigma?
Hice todo lo que pude por ellos. Les di el cariño, el consejo, la disciplina. Les di dolor también. El dolor compartido. La pena de mis decisiones.
Otra lágrima. De alegría esta vez. Por ellos, por su valentía al embarcarse en el tormentoso océano de la vida. Espero no zozobren como lo hice yo.
Vuelvo a la oscuridad tan penetrante como una aguja. Aún siento la humedad de mis lágrimas están en mis sienes caen por mi pelo. Estoy tendido. Tumbado en un espacio tan reducido que apenas me puedo mover. Ahora lo comprendo. Un frío mortuorio recorre mi cuerpo. El horror se acrecienta. No he muerto. Estoy vivo y encerrado en la pequeña prisión de los muertos. En esa diminuta mazmorra de madera y bajo dos metros de tierra estoy.
Sólo me queda afrontar mi cruento destino. Tal como lo hacen los animales cuando enfrentan el sacrificio.
Hubiese querido morir dignamente. Como me lo había planteado toda mi vida. Tantas horas de ella perdidas pensando en mi muerte. Ahora que estoy frente a ella me arrepiento de ese desperdicio.
Mis calles. El asfalto. Los olores. El sabor del aire costero. El azul del mar y el blanco reventar de sus olas.
Ya mis uñas están rotas. Mis fuerzas también.
Color de verano. Gris de invierno. Tierra mojada por la lluvia.
Mi último aliento.
El sol. El sol. Que sin saber de mi presencia, me cobijó toda mi vida con su puro manto de luz y calor. Sólo el ojo de los milenios sabe de su nacer y sabrá de su morir. Sus rayos me indican el camino. Lo sigo. Atrás quedaron las penas, el dolor, el temor. Comienzo el cálido viaje hacia la siguiente vida.
Cuántas vidas más faltan para aprovecharla.
Cuántas vidas. Cuántas más.
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